El siglo XVI es el inicio del Siglo de Oro español; pero no es oro todo lo que relucía, porque a mediados del mismo teníamos 160.000 mendigos censados y varios miles más sin controlar.

Sin términos medios: o eras rico o te matabas de hambre; la pequeña burguesía prácticamente no existe. Y la supervivencia se convierte en una cuestión de ingenio. De pícaros.

La picaresca, que da nacimiento a un género literario único en el mundo: el Lazarillo, el Buscón, el Guzmán de Alfarache son los héroes paupérrimos y listos que se las buscan como pueden, y que incluso pintores como Murillo y Velázquez retratan en sus cuadros costumbristas.

En el otro extremo de la balanza, Carlos V, el emperador de estómago tan grande como su imperio. Convierte a Madrid a principios del XVII en la capital, además, del buen comer. Las cuentas de sus despenseros dejan chicas a las del Gran Capitán...

Los madrileños se pirran por las dulzainas. Un documento de 1567 nos proporciona listas de productos hallables en las confiterías: almendras confitadas, azúcar escarchado con limón, mermeladas, canelones de jalea, planchas de cidra, calabazate, mazapanes, bizcochos. Los precios oscilan de dos reales a diez la libra. Lo que no sabemos es cuántos madrileños podían comprarlo; lo que sí sabemos es que una mujer del servicio cobraba 15 reales al mes, en casa de un funcionario de media categoría.

Si la mesa de los grandes es enorme, la de los pequeños es muy pequeña; en las esquinas de las calles hay grandes pucheros que hierven sobre trébedes en los que se cuecen potajes de habas, ajos y cebolletas, con mucho caldo en el que ensopar el pan. Allí van a por su cena las gentes humildes, y también muchos criados de casas ricas, porque ordinariamente se cocina solo para los señores. Que la carne es de extraordinaria calidad, pero muy cara, y el pescado, exceptuando el bacalao salado, es una joya de excepcional rareza.

Lo que sí abunda, y de los que nos quedan muchos, como los de Nola, Granados o Montiño, son los libros de cocina. Maneras distintas de presentar, con más o menos riqueza y refinamiento, los platos de la época.

El salpicón, por ejemplo, es muy común en las cenas de la clase media. Consiste en carne de vaca cocida, troceada, generalmente de sobras del cocido omnipresente; se le mezcla tocino y cebolla y se aliña con vinagreta. Barato y sabroso; por barato es desdeñado por los poderosos. Hasta que la esposa de Felipe III lo prueba por curiosidad… y se lo hace servir casi todas las noches.

Escabeches y salazones se compran en la Plaza Mayor, en la de la Cebada y en la Red de San Luis, que son baratos y único modo de comer pescado. Además, es divertida la bulla en torno a las cestas, que se hermanan con las de pollos y verduras, en mentidero que nada tiene que envidiar al de las gradas de San Andrés o San Felipe, frecuentadas por literatos y politiquillos. Cada uno con su tema y el chismorreo con todos.

Las dos es buena hora para comer. Y no falta la siesta, y tras ella la consagrada jícara de chocolate con bizcochitos de monjas, que el Madrid del XVII es pobre pero sabe vivir. Hay cervecerías, mesones y tabernas más que iglesias, que ya es decir, y teatros y corrales de comedias y de juegos. 

Lo único que no hay es trabajo. ¿Para qué? Si solo trabajan los que no tienen otra cosa que hacer. Quevedo, Vélez de Guevara, Lope de Vega, Agustín Moreto, en cuanto tienen rato libre, acuden a las gradas de San Felipe, a la entrada de la calle Mayor, a enterarse de lo que pasa, y a veces pasarlo luego a buenas letras. Cerca, soldados sin ocupación, ladronzuelos y trotacalles forman el totum revolutum de un Madrid que se afianza como rompeolas de las Españas…

M.ª Ángeles Fernández

Historiadora de Arte

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