En 1623 el rey Felipe IV, que no dejó moza ni casada salir indemne de su entorno, padre de variada cosecha de bastardos, decide que «no se permita mancebía donde mugeres ganen con sus cuerpos», y las prohíbe.

Ni caso, por supuesto. El pueblo se ríe de orden venida de su primer y muy activo infractor, lo toma como concesión a las presiones del clero y sigue con el negocio. Como mucho, cambian de sitio, o se disfrazan de tabernas. Muchas se van a los barrancos: al de San Juan, donde hoy está la calle Moratín, y al de Lavapiés. Cerca de San Juan se creó el Hospital de Antón Martín, dedicado sobre todo a las enfermedades que los trasiegos amatorios traen consigo, y que por el Madrid del XVII estaban en pleno apogeo. Este hospital lo van a llevar los hermanos de San Juan de Dios, y se hizo famoso en España por la modernidad de sus tratamientos.

La prohibición de los burdeles dejó en la calle a muchas de sus pupilas, con lo que el problema sanitario creció. Pronto hubo que crear otro hospital, esta vez en la calle Pizarro, llevado por monjas. Y no sabemos por qué, pero no tuvo el éxito que el otro, y las trotacalles se fueron a seguir trotando y las monjas se quedaron y siguieron rezando, con lo que de hospital pasó a convento, que años después se cerró del todo y se trasladó a la calle Hortaleza, otra vez con monjas y troteras, y con el nombre de Las Recogidas. Porque, sí, allí se recogían las que deseaban retirarse de la calle y sus pecados; y al entrar hacían promesa de no salir sino para casarse, si con quién había. Y si no, allí, monja y ayuda para las siguientes.

Conforme se le acaba la vida al hipocritón de Felipe IV, más se endurece contra el comercio que en tiempos tanto enriqueció. Y así, en 1661, ordena a los alcaldes que cada uno en su alcaldía visite sus posadas o tabernas o donde se metan, y las mujeres que allí sean halladas, solteras y sin oficio, sean prendidas y llevadas a la Casa Galera. Esta era una prisión llamada así porque el trato dado en ella se diferenciaba muy poco del que se daba a los galeotes en los barcos prisión.

Así que el oficio se pone que echa chispas.

Hay otras diversiones, no todo son tabernas y lupanares. Más cultos, o así quieren parecerlo: los teatros. De estos, bastantes menos que casas de mal vivir, porque solo hay dos: el Corral del Príncipe, luego Corral de la Pacheca y hoy Teatro Español, y el Corral de la Cruz. Qué miseria para acoger la grandeza de nuestro Siglo de Oro: Calderón, Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, Zorrilla… Así son las glorias del mundo, y líbrenos Dios de la hora de las alabanzas.

El Corral del Príncipe se inauguró con unos pasos o sainetillos de Lope de Rueda, obritas cortas y cómicas muy del agrado del pueblo, que podía reír con ellos, gritar ánimos e insultar al marido engañado, que es cosa que nunca falta en estos lances.

El corral estaba enlosado en piedra, con un agujero para las aguas de lluvia o de lo que fuese, y bancos donde se aposentaban los hombres, que desdoro fuese el codo a codo de dama con ellos. Las mujeres, damas o plebeyas, arriba, en la cazuela, que así se llamaba por cómo se cocía el gallinero, donde se ríe, grita, come y no se oye palabra de los pobres actores ni con trompetilla.

Y se hace trampa al edicto del rey: porque arriba, más arriba, hay unos pequeños aposentos privados a los que retirarse discretamente, dejando para los más jaraneros el disfrute de la obra teatral. Pobre Lope, pobre Cervantes; que os habéis quedado para sujetavelas de parejas sin techo.

Otro apartado tiene el Corral: el de los gitanos, y no se nos llame racistas, pero es que armaban tales pelapollos que nadie les quería a su lado, ni los espectadores más ruidosos. Así que a otro lado. A un lado que llaman el degolladero, cómo sería.

Y los reventadores, generalmente autores fracasados, que se vengaban lanzando burlas, gritos y a veces fruta podrida a los pobres actores. Que no sabemos cómo no están en los altares, que mártires eran.

Bueno, mártires, que santos no, o al menos no santas ellas, porque su escasísimo sueldo solía redondearse con citas, regalos y demás apoquines de sus admiradores. Más, cuanto mayor era la fama de la cómica, cortesana de lujo muchas veces, y no pocas en la las alcobas reales.

M.ª Ángeles Fernández

Historiadora de Arte.

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