Madrid, en el XIX, tiene burdeles. Por supuesto. Están controlados, y son francamente sórdidos, barriobajeros, casuchas sucias y oscuras en cuyas puertas las mujeres sueñan con el retiro, junto a su hombre, en casa propia.

A veces se hace realidad el sueño junto a un labriego que también busca quien le lave la camisa y le cueza las patatas. Pero es una vez entre miles. Las autoridades se habían empeñado en esconder lo que todos veían, y se llevaron a todas las esquineras al barrio de Huertas. Pero el espacio que les dedicaron, muy optimistas, se les quedó pequeño. Y así empezaron a surgir casas particulares, zonas discretitas en algunos cafés, cosas así. Y allí fueron las dichas autoridades a ver qué pasaba. Y pasaba que había más usuarias que en los prostíbulos. Así que empezaron a hacer listas, matrículas y reglamentaciones médicas. El primer reglamento que conocemos data de 1865. Dice que se incluya en él “a todas las mujeres que se dediquen al vil tráfico de su cuerpo”.

Y, desde luego, las dueñas de las casas y sus criadas.Se les prohíbe “frecuentar los paseos públicos en horas concurridas, transitar por las calles sin recato y compostura de mujer honesta, reunirse en grupos, atraer a los transeúntes y cualquier otro acto contrario al decoro”. Las casas, lejos de colegios, templos y cuarteles. Y sin publicidad exterior. Y precio fijado.

Pero esto es Madrid. Picaresca, toda, y policía vigilante, poca. Así que las esquineras siguieron por las esquinas, las carreristas por la calle, y, sí, atrayendo a los transeúntes. Donde más iban era al Café Antillano, sitio bastante burgués, donde había que aparentar ser señora, recatada viuda o niña en edad de experimentar. Las no profesionales, las no fichadas, vaya. Al reclamo acuden estudiantes, juerguistas, desocupados, soñadores de aventuras románticas. Que no lo son, por supuesto. En cuanto uno se arrima un poco, le espetan el precio con cara de inocencia.

Y está el San Pol de la calle Barquillo, y el Capellanes donde luego se alzó el Teatro Cómico, y el Paraíso de la calle Santa Bárbara, y el Café de Pasaje en Montera, y el Miranda de la Plaza de la Cebada.

¿Sitios? ¡Anda que Madrid no es grande! ¡Y mira que son graciosas las autoridades queriendo encerrar a las busconas en el barrio de Huertas! Son chulapas, manolas de Lavapiés, mozas de verbena, modistillas que aprovechan el paseo de ir a llevar el vestido acabado a casa de la señora para darse una vuelta a ver qué cae.

Lavanderas del Manzanares que se sacan un sobresueldo entre los telones de las ropas tendidas, aguadoras callejeras que venden algo más que agua y apagan algo más que la sed de botijo; floristas de muchas flores, no todas lozanas. Y es que en el Madrid del 800 la vida está muy achuchada, el trabajo escaso, malo y mal pagado, y hay mucha mujer sola, huérfana, incasable. Comer, hay que comer. Y a veces soñar con que el negocio de una noche acabe en convivencia de una vida. Qué difícil, en ese Madrid de pobreza, escapar lo que llamamos mala vida. Algunas, más listas o mejor dirigidas, entraban a servir. A servir para todo, en muchos casos, que era lo que significaba lo de “chica para todo”. Y si no para todo, a la calle. Donde empieza la rueda a girar, arrastrando a la chica, ahora sí, a la esquina, al café a ver qué cae, a la calle Huertas… Había conventos para las que deciden acabar con los azares y las penas de esa vida, y donde encuentran otra, otra vida, sin pecado, pero con un aburrimiento espantoso, que no hay cosa peor que servir a Dios sin vocación. Es la Congregación de las Adoratrices el principal de esos refugios. Otro día les hablaremos de ellas: mejor lo hizo Pérez Galdós en Fortunata y Jacinta. 

Mª Ángeles Fernández

Historiadora de arte

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