En el XVII, el madrileño tiene fama de vago. Bueno, el don lindo, el burguesito, el pijo para entendernos.

Vagabundea desocupado la mayor parte del día, que ya se sabe que el trabajar es desdoro, del paseo al casino, de él al juego de pelota del paseo del Prado, y de allí a la cervecería o a la chocolatería o al corral de comedias. Entre medias, buen comer y amplias siestas. Que la vida es corta.

Gran parte de ella se va en el cotilleo, a falta de los programas de televisión. Para ello tenemos los mentideros, como el de las gradas de San Felipe y de San Ginés, por la calle Mayor. En el de San Felipe el Real, ya desaparecido, que ocupaba un gran espacio entre la calle del Correo y la de Esparteros, había, bajo el atrio, una serie de huecos llamados covachuelas, que albergaban tienduchas de juguetes y baratijas. El que conocía a los covachueleros podía decir que era el amo del cotilleo. No se escapaba rumor, fama ni noticia fresca. Cuánto oyeron y aprovecharon lo oído allí Lope de Vega y Quevedo, y Vélez de Guevara. Como dice Rojas Zorrilla «luego que bien se ha mentido, se puede comer mejor». Por eso se llaman mentideros. Por los chismorreos infundados, o no tanto. Y luego de la sabrosa charla, a comer a un figón cercano. Era divertido lugar donde, a falta de tertulias televisivas o radiofónicas, se ventilaba la política, el último asuntillo de la marquesa y el pelotazo del avispado de turno. Que variar, no hemos variado tanto.

Los que no tienen posibles para comer en los figones se van a mediodía a los conventos, a recoger en sus escudillas la sopa boba, con que se alimentan, al menos una vez al día, los pordioseros, estudiantes sin más haberes que los latines, soldados tullidos y golfos en general. La sopa boba no tiene receta: es caldo de verduras con todos los restos posibles: huesos, cebollas, col, tocino. Lo que haya ese día en la cocina del convento. La sopa boba se llama también gallofa. Y de ahí, gallofero al que se aprovecha de ella. Hoy ha quedado el nombre para la gente de mal vivir en general. Herencias idiomáticas.

Los que tenían una mala fama que para qué eran los pasteleros. Hacían y vendían por las calles sus pasteles, de masa y carne teóricamente, pero de facto todo menos carne, y sí cuanto despojo tenían a mano. De ahí, otra herencia idiomática, la de decir «pastelear» a andar haciendo arreglos innobles, y pastelero al engañador y tramposo. Quevedo, hablando de ellos, dice que «primero de hambre muriera que sus pasteles comiera». Y Tirso de Molina dice que son «pasteleros hojaldreros, ladrones y engañadores». Y que «no había perro ni borrico muerto que de acabar en pastel no fuera cierto», dice también Quevedo.

Los que comían bien tenían tres partes en sus yantares: al contrario que hoy, los entremeses eran frutas de varias clases. Después, viene el medio u ordinario, con diversos platos, según los posibles de cada uno, entre carnes de caza, volátiles y vaca. Y el postre, que, también al contrario, son ensaladas, aceitunas y fritos dulces de sartén.

También se comía de miedo con la olla podrida. Calderón, nada menos, la llama Princesa de los Guisados. Y como todo lo bueno de la cocina, y que me perdonen los exquisitos, pijos y esnobs, empezó siendo comida de pobre, como el gazpacho y las migas con chorizo. La olla podrida tiene varias carnes de diversos rumiantes y volátiles, partes sublimes del cerdo, cebollas, nabos, lo que haya. Y a cocer despacio hasta que casi se deshaga, que de ahí viene lo de podrida. Don Quijote la toma más modesta, solo de vaca y carnero, sin aditamento de chorizo o tocino.

He leído la receta de Diego Granado, 1599, y no la transcribo porque ocupa una página. De veras. Lo que maravilla es que se pudiese cocer tanta cosa junta… y comérsela. Ha degenerado la raza. A nosotros nos ha llegado como simple cocidito, y no nos quejamos de ello.

Leemos también lo muy cotizados que eran los «pollos de leche», y nos quedaba la duda de si en el Siglo de Oro los pollitos mamaban, pero no: resulta que se los alimentaba con una pasta de grano y leche, con lo que engordaban como locos y sabían a gloria. Nada que ver con los de ahora.

Y es que no todo son ventajas en las modernidades. Al menos para el paladar.

M.ª Ángeles Fernández

Historiadora del Arte

Ilustración: www.joanmundet.com

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