Hay en las canciones populares un no sé qué de romance y tragedia que el oyente entiende. O por lo menos así eran antes, antes de este mundo tan de vuelta de todo en que a veces vivimos.

Por eso tiene algo de novela y de recuerdo el imaginarnos en el ambiente donde nacieron algunas canciones, cuyas letras significaban mucho para quienes las oían y reflejaban una época, unas costumbres, un mundo que existió y del que ahora solo conservamos el aroma. Es el caso de Rosa de Madrid.

Hay una dama en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid que lleva contemplando la vida sin pestañear desde su solidez de piedra desde hace veinticinco siglos, que se dice pronto. Sus ojos permanecen atentos, intentando descubrir cualquier cosa interesante que la vida haga pasar ante ella. ¿Cómo sería el mundo que contempló al adquirir forma? Seguramente, muy diferente al que ven nuestros ojos. Su existencia de piedra la ha llevado a viajar por diferentes lugares, pero se quedó a residir en Madrid. Y aquí permanece, estática, con la elegancia natural de quien nunca bajó la cabeza.

Tal vez hayan tenido algunos de nuestros lectores la oportunidad de ver la película de Charles Chaplin Luces en la ciudad. Tal vez hayan tarareado inconscientemente la melodía que sonaba cuando aparecía la joven ciega que vende flores y protagoniza la historia de amor con el vagabundo que interpreta Charlot. Y tal vez se hayan preguntado cómo era posible que conocieran la melodía al ver por primera vez la película. Muy fácil: la música que suena de fondo es nuestra universal y madrileñísima La violetera, que lleva sonando más de cien años en el repertorio de varias generaciones.

Pocos acontecimientos de nuestra historia han quedado tan grabados en la memoria colectiva de los madrileños como aquel que dio origen a la guerra de la Independencia. Pocos han sido tan sentidos, puesto que muchos de los participantes no fueron soldados, sino gente normal y corriente que, en un día de exaltación patriótica, se negaron a convertirse en vasallos franceses. Y si los españoles guardan recuerdo de aquel día heroico, los madrileños aún más, pues fueron madrileños de nacimiento o de adopción los héroes que glorificaron aquel 2 de mayo de 1808. Un escenario principal fue la que hoy es Plaza del Dos de Mayo.

El género chico, que de chico tiene solo tiene la duración, refleja en numerosas ocasiones el Madrid castizo y vecinal. La música lírica rejuveneció en Madrid en el siglo XIX cuando el teatro Apolo acogió muchas de las zarzuelas que todavía hoy perduran entre los gustos del público. Como la crisis limitaba el acceso del público a los espectáculos habituales de cuatro horas, se inventó el «teatro por horas», con espectáculos de una hora de duración que permitían abaratar la entrada. Una de estas obras se estrenó en 1897, y Madrid contó desde entonces con La Revoltosa.

Madrid ha sido cuna de grandes personajes. Algunos de ellos gozaron siempre del favor de los madrileños. Este fue el caso de la infanta Isabel de Borbón, apodada cariñosamente la Chata. Su sangre real la llevó a cumplir un papel de Estado importante cuando la monarquía pasaba por momentos difíciles y la confianza del pueblo en la Corona se tambaleaba. Ella colaboró eficazmente en la restauración monárquica y ejerció de embajadora real en toda clase de actividades institucionales, a la vez que participaba en romerías y celebraciones lúdicas populares.

La Plaza de Oriente es el sitio de Madrid donde hay más estatuas de reyes. En realidad, no hay tantas estatuas de reyes juntas en ningún otro sitio del mundo. El caso es que estaban destinadas a ir colocadas en la fachada de un edificio, el del Palacio Real (estas y algunas otras que están dispersas en otros lugares), y terminaron en el suelo por culpa de una pesadilla. Esta sí que es una historia. Y madrileña cien por cien.

El tiempo mueve sus vientos, que borran las imágenes de objetos y seres que estuvieron presentes una vez. En los espacios que habitaron, se alzan ahora paisajes renovados con formas nuevas que, aunque parece que durarán siempre, son inevitablemente pasajeras como las que las precedieron.
En el número 6 de la calle Lepanto, en el distrito Centro, existió una vez una Casa de las Matemáticas, un edificio desaparecido que fue la vivienda de la figura más importante de la arquitectura española de la primera mitad del siglo XVII. Hoy podemos contemplar algunas de sus mejores creaciones mientras paseamos por las calles de Madrid.

Ramón Gómez de la Serna, aquel madrileño de hace cien años que inventó la greguería, nos dejó montones de escritos de muy diversos temas sobre humor, biografías o costumbres, utilizando para ello las más diversas formas literarias, como ensayos, novelas o teatro, pero siempre con ese espíritu vanguardista que lo enfrentaba a las convenciones de su tiempo y lo conserva tan actual para el nuestro. Entre las descripciones de los lugares que conocía muy bien, hay uno muy madrileño: el Rastro. Gómez de la Serna lo paseó y lo interiorizó, y con su cóctel habitual de pensamiento y realidad lo describió a su manera.

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