Hay calles pequeñas con una historia grande. Y de esas tenemos bastantes en Madrid. Una de las que guarda recuerdos importantes de la historia, no solo de la capital, sino de España, es la que se llama 7 de Julio, que antes se conoció como calle de la Amargura. Pero ¿qué pasó aquel 7 de julio de 1822 en el centro de Madrid para que hoy queramos recordarlo y nos fijemos en la fecha con la que se grabó la placa que da el nombre actual a la pequeña calle? Pérez Galdós nos ayuda a recordar...

La calle del 7 de Julio está en el barrio del Sol, en el distrito Centro, y es una bocacalle que une la calle Mayor con la Plaza Mayor. Es una de las nueve entradas de la plaza, que fue coronada con un arco monumental en el proyecto de Juan de Villanueva de reconstruirla tras el incendio de 1790.

Se llamaba antes calle de la Amargura por motivos desconocidos, lo cual permite barajar toda clase de hipótesis al respecto. Hay quien dice que era por las hierbas amargas que crecían en la zona, pues antes que calle fue una laguna (la laguna de Luján); otros aventuran que era por las lágrimas que vertieron los familiares de los soldados reclutados aquí en el siglo XIV para acudir en socorro del rey con motivo del sitio de Algeciras; y no falta quien atribuye el nombre al hecho de ser una calle de paso obligado para los condenados a muerte de la Inquisición, que eran ajusticiados en la Plaza Mayor.

El origen del nombre actual fue un enfrentamiento entre los madrileños fieles a la Constitución de 1812, que se había promulgado en ausencia del rey legítimo durante la invasión napoleónica, y varios batallones de la Guardia Real, que pretendían imponer la vuelta al poder absoluto de Fernando VII, el Rey Felón, que se estaba ganando a pulso el sobrenombre.

Dos años antes, el rey se había visto obligado a jurar la Constitución tras el pronunciamiento del general Riego, iniciándose el Trienio Liberal. Pero el que había sido el Deseado, pronto olvidó lo de «marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional», y con el mismo aplomo con que acató la Constitución, la derogó poco más tarde.

La revuelta que nos ocupa, instigada por el rey y sus allegados según algunos historiadores, terminó con la victoria de los defensores de la Constitución.

Cuando el momento clave se acerca, Pérez Galdós nos sitúa, a veces caminando con los rebeldes, y otras, aguardando con los guardias reales.

«Por la calle Mayor adelante avanzó la columna de guardias, tan orgullosa como si fuese a una parada, al son de sus ruidosos tambores, y dando vivas al rey absoluto. Era costumbre entre los guardias llamar a los milicianos soldaditos de papel. Ya se acercaba el momento de probarlo, y esgrimidas las armas de uno y otro bando, iban a chocar el acero y el cartón. Nada más imponente que los rebeldes. Sus barbudos gastadores, cubiertos con el mandil de cuero blanco, parecían gigantes; sus tambores eran un trueno continuado; su actitud marcial, perfecta, su orden para el ataque inmejorable, sus vivas infundían miedo, sus ojos echaban fuego».

Y como en las batallas es crucial el sitio donde se producen, Pérez Galdós nos describe el lugar:

«La columna se detuvo y miró a la izquierda. Ya se sabe que la Plaza Mayor tiene dos grandes bocas, por las cuales respira, comunicándose con la calle del mismo nombre. Entre aquellas dos grandes bocas que se llamaban de Boteros y de la Amargura, había y hay un tercer conducto, una especie de intestino, negro y oscuro: es el callejón del Infierno. Por una de estas tres bocas, o por las tres a un tiempo, tenían los guardias forzosamente que intentar la ocupación de la plaza».

Esta calle de Amargura que menciona es la que hoy lleva el nombre de 7 de Julio.

«En el paso y arco de Boteros, en la calle de la Amargura, en el callejón del Infierno se trabó simultáneamente la pelea. Los guardias atacaron con fatuidad, los milicianos defendiéronse con vigor, no sin gritos patrióticos, que les inflamaban, recordándoles la noble idea por quien combatían. El cañón de Boteros y el de la Amargura tronaron a la vez y sus primeros disparos de metralla desconcertaron a los guardias».

Aquel 7 de julio, en Madrid hubo héroes, como tantas veces los ha habido en la capital de España. Como el comerciante que describe Galdós:

«¡Viva la Constitución!... ¡Cazadores de la Milicia... a cargar!

»Era el nuevo Leónidas, D. Benigno Cordero. Impetuoso y ardiente se lanzó el primero, y tras él los cazadores atacaron a la bayoneta. Antes de dar este paso heroico, verdaderamente heroico, ¡qué horrible crisis conmovió el alma del pacífico comerciante! D. Benigno no había matado nunca un mosquito; don Benigno no era intrépido, ni siquiera valiente, en la acepción que se da vulgarmente a estas palabras. Mas era un hombre de honradez pura, esclavo de su dignidad, ferviente devoto del deber hasta el martirio callado y frío; poseía convicciones profundas; creía en la libertad y en su triunfo y excelencias, como en Dios y en sus atributos; era de los que creen en la absoluta necesidad de los grandes sacrificios personales para que triunfen las grandes ideas, y viendo llegado el momento de ofrecer víctimas, era también capaz de ofrecer su vida miserable. Era un alma fervorosa dentro de un cuerpo cobarde, pero obediente (...). Pero aquel hombre pequeño estaba decidido a ser grande por la fuerza de su fe y de sus convicciones (...) Entonces el hombre pequeño se transfiguró. Una idea, un arranque de la voluntad, una firme aplicación del sentido moral bastaron para hacer del cordero un león, del honrado y pacífico comerciante de encajes un Leónidas de Esparta».

Y sigue don Benito sumergiéndonos en el fragor del combate, ya por finalizar, y palpando cada piedra del suelo del centro de la ciudad que tan bien conocemos los madrileños:

«En tanto los guardias corrían en retirada hacia la Puerta del Sol a unirse con la segunda columna, el general Ballesteros, que en aquel instante llegaba del Parque a hacerse cargo del mando de la Plaza Mayor, puso en Platerías las dos piezas que había traído y ametralló a los fugitivos, disponiendo que Palarea los atacase por la calle de Carretas. Pero los guardias se desconcertaron de tal modo en la Puerta del Sol, que no fue preciso desplegar gran estrategia para obligarles a una completa fuga.

»Unos intentaron subir la calle de la Montera; pero de los balcones les arrojaban, a falta de balas, toda clase de cachivaches y hasta los morteros de las cocinas. No pocos se pasaron a las filas leales, y la mayor parte emprendieron su retirada por la calle del Arenal, donde tuvieron que tirotearse con la compañía de granaderos milicianos apostada en San Ginés y en las inmediatas calles de las Hileras y las Fuentes. Fracaso más vergonzoso no se ha visto desde que hay pronunciamientos en el mundo».

Madrid, una historia en cada piedra.

E. M.

IMÁGENES
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/4/41/A_los_h%C3%A9roes_del_7_de_julio_de_1822.jpg
Enrique Cordero / CC BY-SA (https://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0)
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/e/e1/Calle_del_7_de_Julio_%28Madrid%29.jpg
Basilio / CC BY-SA (https://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)

 

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