La moral en las costumbres, es decir, la ética en la vida pública y privada, tanto a nivel individual como colectivo, ha sido siempre motivo de observación y análisis.

Recogemos algunas reflexiones que nos llegan a través de la pluma de Charles Wagner, en un libro titulado en español Por la ley a la libertad, que se publicó en Madrid en 1908; a pesar de haber pasado más de un siglo desde que lo escribió, todavía nos pueden sonar familiares algunas de sus conclusiones.

Wagner justifica su libro por el dolor que le produce la falta de dirección moral de sus contemporáneos, lo que nos hace preguntarnos qué pensaría si viera el panorama ciento veinte años después del mundo que él conoció.

Esta idea de que la moral ha de ir en una dirección y no valen las desviaciones, es decir, que tiene una dirección correcta hacia la que deben orientarse las conductas, queda reforzada por su tesis de que hay unos principios elementales y universales del comportamiento humano que han de respetarse en cualquier circunstancia, como si fueran señales en el mar para el piloto, porque «si no brillan con claridad y si, sobre todo, no parecen estar en el mismo sitio, viene la desorientación y el peligro».

Como tantas culturas en tantos momentos distintos de la historia, C. Wagner sostiene que hay una ley natural en la vida que hay que respetar. Cuando esto no ocurre, las acciones individuales y las relaciones entre las personas pierden firmeza y seguridad, porque todo se vuelve relativo, ahora vale, ahora no vale, como si fuéramos los intermitentes de un vehículo que no sabe muy bien qué orden le dará a continuación el conductor que está al volante.

Pero lejos de tirar la toalla por el decaimiento moral que cree observar con respecto a épocas más gloriosas, propone encontrar dónde están las carencias y ponerles remedio, porque «las generaciones que se distraen llorando el pasado, desconocen su misión histórica». Es decir, concibe al individuo como responsable de su conducta, pero también el trabajo común de la sociedad para mejorar el conjunto y aspirar a un mundo mejor.

En un planteamiento general, nos indica que hay que elegir entre piedad e impiedad, aunque tenemos que aclarar que estas palabras adquieren para nosotros unos matices que no tenían hace un siglo y medio. Para Wagner todo pensamiento, sentimiento o emoción (y, como consecuencia, su acción subsiguiente) que disminuya el respeto por cualquier ser vivo, o incluso por las cosas, es impiedad. Y toda idea o sentimiento en sentido contrario, que aumente el valor que damos a todos los seres, es piadoso, saludable y bueno.

Según su modo de ver, ese respeto propiciará que los humanos puedan vivir con rectitud de ánimo, integridad en el obrar y ser fraternales y justos los unos con los otros; la falta de esta actitud, por el contrario, les hará menospreciarse, engañarse, maltratarse, odiar y les llevará a la calumnia y al mutuo exterminio. Wagner defiende que sea cual sea el sistema filosófico, político o religioso ideal elegido, esta dicotomía se resuelve de la misma manera, «igual que no varían las condiciones esenciales de equilibrio de la escuadra o la plomada, ya edifiquéis según el estilo griego, gótico o árabe».

Wagner menciona y analiza varias cualidades, pero recalca que, aunque hemos aprendido a aprovechar distintas fuerzas naturales para numerosos oficios e inventos, hay algo que ninguna de ella puede hacer: esforzarse por nosotros.

Ninguna conquista científica o técnica sería suficiente «si llegásemos a carecer de la fuerza entre las fuerzas, que se llama energía moral. Querer, tener carácter, firmeza de espíritu, resistencia y entusiasmo, pasión y moderación, ardor y sangre fría es la primera condición vital».

Y es aquí donde pone el acento: vivir es querer, entendido como voluntad en acción, es tener el deseo de mejorar como seres humanos. El esfuerzo de ser, de querer y de afirmarse es el acto primero de energía mediante el cual entran a trabajar todas nuestras facultades.

«¿Cómo concordar hechos tales con este otro de que el ideal de multitud de nuestros contemporáneos sea el del menor esfuerzo?». Se lo preguntaba C. Wagner y nos lo preguntamos nosotros.

Su respuesta: «O bien el ideal del menor esfuerzo se generaliza, y es prepararse para el sueño definitivo, para la siesta perdurable, para el cansancio de ser que precede al embotamiento (...), o bien la energía vital llega a hacerse valer». Defiende (nosotros también) que hay que educir las cualidades verdaderamente humanas, todas ellas alineadas moralmente en esa dirección que apuntaba el autor como válida para cualquier momento histórico.

«La fuerza fundamental es la que hace a un ser capaz de decidirse, de gobernarse él mismo y de ser irreductible a coacciones exteriores. Fuera de esto, no hay más que materia maleable, servil, quebradiza y corruptible a voluntad».

Nosotros elegimos.

E. M.

 IMAGEN de Arek Socha en Pixabay

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