Que es cuesta, está claro, nos lo dicen las piernas. Y de la vega, ya no, que ya no hay ninguna a la que se acceda por la puerta que en esta muralla de Madrid había allá por el primer milenio de su vida.
Entonces tenía cubos, y torres, y puente levadizo en la puerta por la que, victorioso, entró en la villa Alfonso VI el Bravo, un domingo de 1080. La cosa fue así:
Estaba en el trono de la imperial Toletum el califa Yahaya, hombre rígido y de muy duro gobierno, con el cual estaban muy descontentos los toledanos. Oprimidos en exceso, piden auxilio a Alfonso VI, que acude en la ayuda solicitada, llevando consigo a su lugarteniente Rodrigo Díaz de Vivar. Nada menos.
¿Qué tiene que ver aquí Madrid? Pues que caía de paso; y también era de los dominios de Yahaya, así que ya puestos la atacó, ganó y penetró en la ciudad por la ya mencionada puerta de la Cuesta de la Vega. Que quedó destruida en el ataque, pero en uno de los lienzos derribados de la muralla apareció una imagen de la Virgen, ocultada allí por los madrileños ante la invasión musulmana. Alfonso VI la hizo colocar encima de la nueva puerta.
Saltando de calle y época, nos vamos a la calle del Desengaño, en el siglo XVII. Cerca de ella vivía una hermosa joven, de la cual estaba enamorado el general Jacobo Gratis. No le hacía caso la dama, y el rondador pensó que la culpa de ello no era que él no fuese su tipo, sino que lo fuese el noble Vespasiano de Gonzaga, que también paseaba aquellas afueras capitalinas.
Dio Jacobo en espiar al otro, y estando seguro de la ronda del rival, echó mano a espada y le acometió.
En ello estaban, cuando una sombra cruzó a lo lejos, al parecer procedente de casa de la amada; y, puestos de acuerdo, curiosos sobre la identidad de aquella figura, dieron en seguirla. Les llevaba ventaja, se escondía en las sombras y en los recodos.
Al fin, hubieron de alcanzarla. A punto de entrar en una casa, echáronle mano a la capa, que cayó al suelo, descubriendo tan solo a una criada de la dama, que, escapando de la casa en las horas de la noche, iba al encuentro de su amado, que derecho tenemos todas.
Los rivales se miraron, burlados. Uno de ellos exclamó: “¡Qué desengaño!” Y el otro, no sabemos cuál, contó a sus amistades la aventura. Los amigos empezaron a llamar a la calle “la del desengaño”… Y así ha seguido.
Vamos a acabar de momento, que con el callejero vamos a continuar, con la calle del Pez, que va de la Corredera de San Pablo a San Bernardo. Había en sus terrenos un pequeño huertecillo con un estanque en el que nadaban varios peces, propiedad todo ello del párroco de una iglesia cercana. Comprado el terreno a la parroquia, se empezó a construir en él una casa; el estanque se usó para sacar agua con que amasar el yeso, se fue secando y los peces muriendo, hasta haber solo un par de ellos sobreviviendo en las escasas aguas.
Tuvieron la suerte de que un día fue a ver las obras la hija del dueño, vio también a los pobres peces, se compadeció y en un vaso se los llevó a casa. Y cuando, tiempo después, murieron, la criatura se llevó tal disgusto que el padre, viudo y volcado en la hija, le compró cuantos caían a su alcance. Tantos tuvo que los vecinos empezaron a llamarla, tras lo visto en sus visitas, “la casa de los peces”.
Murió joven la muchacha, y el padre, en recuerdo, hizo grabar en piedra una placa con los peces y el nombre dado a la casa. Y la puso cerca de los balcones de la joven.
La casa ha conservado siempre la placa, que ha dado nombre a la calle.Y, muy acertadamente, gran número de los negocios situados en los aledaños de la casa han sido bautizados con nombres alusivos. Espíritu corporativo se llama eso.
M.ª Ángeles Fernández
Historiadora de Arte