En la plaza de Santa Cruz, junto a la Plaza Mayor, se encuentra el hoy Ministerio de Asuntos Exteriores o Palacio de Santa Cruz. Pero en el XVII no recibía a ministros, sino a asesinos, estafadores y ladrones.

Ah, pero no de todas clases: solo a los delincuentes de linaje, abolengo y sangre azul, porque era la cárcel de nobles. Que hasta ahí podíamos llegar en las mezclas.


Sin embargo, no siempre fue así. Un siglo antes había en el mismo solar otra cárcel, esta sí con todos los horrores y miserias de unas mazmorras casi medievales. En las que se vivía, y más bien se moría, como en todas las de la época.


Pero llegó el siglo XVII y las cosas carcelarias, como tantas otras, cambiaron. Y la vida de la cárcel de corte cambió muchísimo. Había una puerta trasera cuyo portero parecía no tener ojos y sí en cambio varias manos, por lo mucho que cerraba los unos y abría las otras cuando de dejar entrar a las meretrices y salir un rato al preso se trataba. Volver, volvían. Que dónde iban a tener vivienda y comida gratis mejor que allí.


La sala de los alguaciles se alquila por los rufianes, tipo mafioso, para sus negocios: oficina abierta de patio de monipodio de donde salieron muchos trabajos del gremio: mata a este, amenaza a aquel, cuídame el asunto que llevo entre manos… y luego te pago. Y si no, cuando salga ya me rendirás cuentas.
Si no hay dinero, te quedas en tu celda, con otros miserables como tú, sin derecho a vinitos ni a salidas ni a mejora alguna. Que en ningún lugar la pobreza fue tan dolorosa, tan cruel, tan desesperante.

La enfermería tampoco estaba mal. La comida se puede mejorar pagando, y por la noche, como la cama es más blanda que la de la celda, se recibe a la mujer con más comodidad. Enfermeros hubo que se hicieron de oro.


Eso, en la zona más pobre, la parte trasera. En la de delante purgaban su pena los nobles. Estos tenían derecho a llevar o alquilar su propia cama y sus buenas sábanas y mantas; cama que por supuesto les hacía el criado que llevaban con ellos, y que, una vez realizado su trabajo, se iba a su celda en la parte de los pobres. Como en casa.


Una de las cosas que costaba más dinero era el permiso de pernocta, como si fuese un cuartel: pasar la noche fuera, darse una vuelta por casa, visitar a la esposa… Lo cual fue causa de más de un problema: como el causado por un italiano de la casa de los Médici, que salió, corrió a ver a su mujer… y la pescó con un noble madrileño. Hubo cruce de espadas, claro, y el italiano no tuvo que volver a la cárcel: se fue derecho al cementerio. El problema fue para el alguacil que le permitió la escapatoria.


Las celdas con reja a la calle eran muy codiciadas: perfectas para sacar las manos por ellas y ponerlas sobre la moza callejera que se arrimaba, o para charlar un rato, o para recibir regalos de casa. O para ver el cielo de Madrid, que eso no se compró nunca con dinero.


La sección “restaurante” daba mucho de sí a cocinero y comensales. El que pagaba no comía rancho carcelario, por supuesto: disponía de guisos y asados de pollo, vaca, conejo, de cocido completo, de frutas, pan tierno y buen vino. Para lo cual el criado, o los criados, van a comprarlo a diario al mercado y se lo dan al cocinero. Y ponen la mesa con mantel y servilletas de casa, que las de la cárcel son ásperas y no muy limpias.


Nunca fue tan poderoso caballero don Dinero. Y nunca hubo tales peleas por lograr el cargo de alcaide.


¿Que si estos tejemanejes se conocían fuera? Pues claro. Pero eran normales, a nadie extrañaba. Fuera, sin dinero o nombre no eras nadie. Dentro, tampoco.


El noble encarcelado solía ser incluso aplaudido: había matado por defender a la esposa o las hijas, o por vengar un insulto… ¡Encima, era un héroe!


Y porque no había televisión y programas del corazón; que si no hubiesen puesto su vida en la pantalla a diario. 

M.ª Ángeles Fernández
Historiadora de Arte