Algunas veces los nombres de nuestras calles llevan a error. Como la del Alamillo. Su denominación nos lleva a creer que allí había un álamo pequeño; pues no.
Lo que había, ya en tiempos de Hixem II, era un tribunal árabe que se estableció en ese terreno, cuyo nombre en su lengua es alamud. Cuando los cristianos les ganaron la plaza, el tribunal siguió para ellos, pero con menos extensión, más pequeño: un «alamudillo», le llamaban. La palabra derivó en alamillo. Y así sigue. Así que no deis nombre por sabido, madrileños.
La calle de Alcalá, castiza donde las haya, también tiene lo suyo. Hoy, coches hasta el agobio; en el siglo XV espesos olivares, crecidos arroyos, cuestas y barrancos. Las cuestas siguen, por cierto. Y entre los olivares, nutridas bandas de malhechores que no dejaban caminante sano. La Santa Hermandad, antecedente de la Guardia Civil, creada por Isabel la Católica, patrullaba por allí, hasta que la recia reina se hartó y mandó arrancar los olivos en su mayor parte. Todavía quedaban bastantes con Felipe II, y entre medias empezaron a alzarse palacios de nobles cortesanos. Y un convento carmelita fundado por Santa Teresa. Había un frailecico, de esos cuyos escrúpulos le hacían ver riesgos pecaminosos hasta en las piedras, que le quiso hacer ver los riesgos de erigir la santa casa al lado de la del embajador de Turquía. A lo que la Santa Andariega respondió con la gracia que la caracterizaba: «Bueno, fray José, al fin y al cabo turcos y monjas llevan trapos en la cabeza».
Y luego, más conventos y más palacios, y la primera puerta de Alcalá.
De uno de estos palacios, el del marqués de la Ensenada, se cuenta una divertida anécdota. Tenía el marqués un criado, Campón de nombre, famoso por su glotonería, que le llevaba a meterse en los bolsillos de la casaca trozos de viandas de la cocina y de la mesa del señor. Y como al mismo tiempo que tragaldabas era hombre de probada discreción, damas y caballeros le confiaban notitas para sus parejas no legales. Que Campón guardaba en los mismos bolsillos, con lo que las entregaba tan grasientas que, ilegible la firma muchas veces, más de una entregó a quien no debía.
Y más de un galán perdió la pareja, claro.
La calle del Bonetillo, cerca de la iglesia de Santa Cruz, tiene otra historia graciosa, que nos trae al recuerdo la del avaro Scrooge del Cuento de Navidad. En el XVII no existía tal calle, sino un medio descampado cerca de la parroquia, que sí existe hoy, de la cual era párroco un tal Juan Enríquez, hombre poco santo y sí jugador, aprovechado y dado a la conspiración política. Enterado de ello el cardenal Espinosa, le llamó más de una y de dos veces al orden, sin conseguir sino una total desobediencia y alguna que otra burla. El cardenal decidió un escarmiento de los gordos, y de acuerdo con algunos clérigos organizó un entierro ficticio.
Una noche, en que tras otra bronca del cardenal por la mañana, regresaba a su casa el mal párroco, vio un entierro pasar cerca de ella. Preguntó quién era el difunto, que no había pasado por su parroquia y era enterrado a tales horas: es don Juan Enríquez, le respondieron. Estás beodo, refutó, ese soy yo. Pero, mosqueado como era menester, fue preguntando a los portadores, y todos le respondían lo mismo.
Ya más que mosca, asustadísimo, corrió a su casa. Y allí encuentra abierta la puerta en señal de duelo, la típica mesa con paño negro y un velón encima. Absolutamente horrorizado corre ahora a su parroquia… y en la puerta encuentra, clavado, su bonete.
El cardenal no logró volverle al buen camino; ni a ningún camino conocido, porque desapareció de Madrid. Se supo luego que se había refugiado en un convento lejano, donde murió suponemos que en plena penitencia.
Su casa fue derruida para hacer la calle tiempo después, pero como la historia ya era conocida, se le quedó el nombre del Bonetillo.
Nos encanta Madrid. Nos encantan sus historias, todas ellas comprobables en sus anales y en los escritos de sus varios cronistas. El vivo, movedizo, entrañable Madrid, que merece ser paseado calle a calle, sus barrios viejos, sus casas, sus secretos. Como la de Bordadores, en los arrabales, a cuyos talleres fue Santa Teresa para que le bordaran un traje a la Virgen que llevaba para sus fundaciones, y la de Botoneras, donde iban los soldados a por botones perdidos, y las camareras de las damas a por los de los trajes de sus señoras, y que entre unos y otras era calle de mucho jaleo, mucha cita y mucho ir y venir…
Ese Madrid que no puede morir.
M.ª Ángeles Fernández
Historiadora de Arte