Madrid se va haciendo urbana entre 1420 y 50. Sigue viviendo de la agricultura en un muy alto porcentaje, pero se va especializando en artesanía, crece el comercio y aparece un fuerte sector servicios:
barberías, escribientes de cartas a los analfabetos, o sea casi todos, y cosas así. Aumenta la especialización: albarderos, tundidores, metalúrgicos de lámparas y objetos caseros. Y en las tiendas aparecen los botoneros, sederos, confiteros. Con Isabel la Católica aumentan los hospitales y asilos.
El Concejo de Madrid quiere gestionar por sí mismo la compraventa del trigo que consume y crea la casa de alhóndiga, en 1489. Primero es itinerante; en 1504 se fija en Puerta Cerrada, y allí queda un par de siglos, hasta que se queda en Postas, y a partir de 1715 en la Casa de la Panadería de la Plaza Mayor.
Con la carne pasa igual: hace falta, dado el volumen de la capital, centralizar precios, pesos y calidades. Así que en 1400 la Carnicería Central está en la Plaza de San Salvador, y allí mismo y en San Ginés se vende en puestos al aire libre. Más o menos en esa fecha se instala un matadero, y en 1495 el que ha durado hasta principios del XX, en las tierras que hoy llamamos el Rastro, por el que dejaban las reses muertas, cuyas pieles se curtían en la Ribera de Curtidores, que de ahí le ha quedado el nombre.
Madrid se va convirtiendo en un centro comercial, sobre todo gracias a las ferias, impulsadas por los Reyes Católicos. El buen gobierno de Isabel hace que baje el precio de la carne, porque no consiente abusos.
Son buenos años para Madrid.
Cuando llega Carlos V, la cosa sigue igual de agradable: abundantes bosques, buenos sembrados, pastos suficientes para el ganado y agua sin contaminar. Se contabilizan unos 3000 hogares en 1513, y en 1550 casi el doble ya.
Hay osos y madroños. Eso que no falte. Y hay de todo, excepto pescado, pero ese viene de los puertos mucho y bueno, que para eso tenemos aquí la corte, que come como un congreso de náufragos.
Agua, lo dicho, mucha y buena. Dicen que el emperador, afectado de fiebres cuartanas, bebió de la fuente de San Isidro y sanó de ellas, con lo que su afición a Madrid creció mucho. Aquí juraron las Cortes como príncipe de Asturias a Felipe II, luego restauró el alcázar para vivir en él e impulsó barrios y parques.
A fines del XVI Madrid, en cuanto a habitantes, solo es superada por París, Nápoles y Londres: 130.000 habitantes. Tanto se dispara la edificación en todas direcciones que se construye una muralla para marcar los límites urbanos, lo cual hace hasta mediados del XVIII. En 1630 una crisis económica disminuye el número de habitantes, y así permanece hasta acabar la guerra de Sucesión, en que vuelve a recuperarse. A fines del XVIII roza los 200.000 habitantes, lo cual trae una gran escasez de viviendas con un gran amontonamiento urbano provocado por la muralla, ya que se prohíbe construir fuera de ella y, en cambio, obliga a edificar en solares vacíos y acrecer las casas bajas añadiéndoles pisos: hay más gente y menos casas. Y ante la inminente asfixia se empieza a derribar la muralla.
El principal hecho histórico de Madrid es, por supuesto, su capitalidad. En 1561 la corte se traslada de Toledo a Madrid, simplemente porque está en el centro y todo coge a igual distancia. Ahí empieza una gran actividad constructiva, que Felipe II encarga a Juan de Herrera. Nobleza, funcionarios, empleados y trabajadores empiezan a venir, y necesitan casas, palacios y oficinas, aunque sigue siendo más centro político que comercial, en lo que siguen destacando Toledo y Sevilla.
Lo que no son los habitantes de Madrid es muy pulcros con su ciudad. Cuando el papa Clemente VIII viene a ver a Felipe II, su nuncio escribe cartas en las que se queja del barro de las calles, la falta de aceras y de alcantarillado, el mal olor a causa de ello, los animales compartiendo la calzada con los viandantes.
Todavía queda mucho por pulir.
Y por mejorar en dietética, porque si Carlos V era famoso por su manera desaforada de comer, que parece mentira que le cupiese tanto, y así andaba de la gota, Felipe no le iba en zaga; comía mucho menos, pero muy mal: solo carnes, dos veces al día. Frutas y verduras, nada. Así que sus problemas digestivos eran de campeonato.
Problemas que comparte una inmensa pléyade de desheredados, pero a la inversa. Ni carnes ni apenas pan. Miles de mendigos y pícaros, despojos de las guerras y de la falta de industrias, de clase media, de trabajo, pululan por Madrid, a lo que caiga, a lo que haya, a la sopa boba, al robo. A una supervivencia del día a día que, paradójicamente, hace nacer una joya única en la literatura universal: la novela picaresca.
En 1540 se promulga una ley que prohibe ejercer la mendicidad «fuera de su lugar de nacimiento»: cada pobre en su sitio, que aquí no caben todos ni hay para todos. Y solo pueden mendigar los que el párroco acreditase con un certificado de pobreza. Por si los aprovechados en busca de un sobresueldo.
Eso sí que fue tratar de ponerle puertas al campo. No había alguaciles bastantes para controlar a todos.
Controlar a Lazarillo, al Buscón, a Guzmán de Alfarache…
M.ª Ángeles Fernández
Historiadora de Arte