Madrid siempre tuvo buenas ferias, ya desde Juan II de Castilla, padre de Isabel, sobre todo para comprar y vender cabras y ovejas. Y con las ferias acuden campesinos, mirones, pícaros y buhoneros, y todos necesitan comer. Y beber.

En el siglo XIV Madrid sigue siendo un poblacho sucio, sin pavimentar, oscuro y poblado por no muy selecto personal.

Miguel de Cervantes Saavedra, presumiblemente, nació el 29 de septiembre de 1547, y fue bautizado en Alcalá de Henares el 9 de octubre, conservándose en la actualidad como documento su partida de bautismo.

Nos divierte una barbaridad el petimetre del XVIII. Era como una sublimación del pijerío actual, como un niño de papá escrito todo en mayúsculas.

En el XVII Madrid es capital, además del reino, de la gastronomía, porque sus reyes comen como limas: Felipe II sólo dos veces al día, pero grandes cantidades de pollo y caza.

El siglo XVI es el inicio del Siglo de Oro español; pero no es oro todo lo que relucía, porque a mediados del mismo teníamos 160.000 mendigos censados y varios miles más sin controlar.

Que es cuesta, está claro, nos lo dicen las piernas. Y de la vega, ya no, que ya no hay ninguna a la que se acceda por la puerta que en esta muralla de Madrid había allá por el primer milenio de su vida.

Algunas veces los nombres de nuestras calles llevan a error. Como la del Alamillo. Su denominación nos lleva a creer que allí había un álamo pequeño; pues no.

 A Madrid, le quitas el cafelito y lo matas. Y más que el cafelito, el lugar de beberlo. Qué haría el madrileño del XIX sin su tertulia de café, como antes se aposentaba en figones y casas de comidas.