¡Cuántos secretos ha devorado el fuego a lo largo de los siglos! Si tuviéramos un espejo mágico que nos permitiera ver cómo fue lo que ya no existe, quedaríamos paralizados ante las maravillas que en el mundo existieron y que desaparecieron de la faz de la tierra y, por tanto, de la memoria de los seres humanos. En Madrid, tenemos un modesto ejemplo, el Real Alcázar.
La cercanía en el tiempo nos permite reconstruir su presencia en la imaginación, gracias a los testimonios documentados que se conservan.
El nacimiento del Alcázar de Madrid se remonta al siglo IX, cuando el emir de Córdoba, Mohamed I, inició su construcción. Al principio, fue solo una atalaya para controlar la ruta que comunicaba con Toledo por el norte, ya que las incursiones cristianas eran una amenaza. Después se convirtió en un fortín, con una ciudadela que lo rodeaba, la al-mudayna, en la que vivían los soldados encargados de defenderlo. Más tarde, se amplió su número de habitantes con sus familias, artesanos y comerciantes.
Los primeros monarcas castellanos en usar el castillo fueron Pedro I y Enrique III, el Doliente. El rey de Armenia, León V, fue nombrado señor de Madrid por Juan I en 1382 y añadió dos torres al edificio. Tanto Enrique III como Enrique IV celebraron sus bodas allí. Por eso se le añadió el apelativo de Real. Allí también, nació Juana, la hija de Enrique IV, a la que la historia llamó la Beltraneja.
El Alcázar fue convertido por los Trastámara en uno de sus palacios favoritos, en particular por Juan II, que en el siglo XV inició importantes reformas. En 1419 convocó las Cortes del reino en Madrid, presentando en el Real Alcázar una estampa digna de la grandeza y majestad de los reyes de Castilla. Allí recibió también en ocasión solemne al embajador del rey de Francia, con un león manso echado a sus pies que causaba respeto a sus visitantes, según relatan las crónicas de la época.
Entre las fiestas ofrecidas con motivo del matrimonio de Enrique IV con la infanta doña Juana de Portugal, en 1455, queda constancia escrita de una fastuosa cena ofrecida por el arzobispo de Sevilla a los reyes, en la que el último servicio consistió en dos bandejas de anillos de oro con piedras preciosas para que la reina y sus damas escogiesen las de su gusto.
En 1466 aconteció un gran seísmo que afectó a la estructura de la edificación.
El Alcázar jugó un importante papel en la guerra de sucesión hasta que fue tomado por los Reyes Católicos en 1477. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo narra cómo, cada viernes, los reyes daban audiencia pública a todo el que quería pedir justicia, sin distinción de clase o de procedencia. Estaban presentes los miembros del Consejo Real y los escribanos que leían las demandas y anotaban las decisiones tomadas. Seis ballesteros de maza vigilaban el buen orden de las sesiones y los porteros tenían la orden de dejar pasar libremente a quienes querían presentar consultas.
Pero quienes marcaron su impronta real en el edificio fueron Carlos V y Felipe II, que lo transformaron en un palacio imperial, sobre todo después de que Madrid se convirtiese en la capital del imperio en 1561.
En tiempos de Carlos V, el Alcázar tuvo alojado entre sus murallas a un prisionero de lujo, Francisco I, rey de Francia, que había sido capturado en la batalla de Pavía, en 1525. Era la primera vez que los dos monarcas más poderosos de la cristiandad se encontraban. Siempre estuvieron de acuerdo en algo: los dos querían reinar sobre Nápoles. Cuando el rey de Francia recobró su libertad y regresó a su corte, hizo construir allí una copia exacta del Alcázar, que se conservó hasta los tiempos de la Revolución francesa, y fue conocido con el nombre de Chateau de Madrid.
Con Felipe II, el Prudente, se hicieron cambios importantes en la fachada principal, y el despacho del rey se situó en la torre dorada, que se llamaba así porque eran dorados los balcones, las veletas y las bolas que la decoraban. Desde esta torre, que también albergaba la biblioteca, se podía admirar la sierra y ver el río. En la fachada sur se situaban la torre del homenaje y la torre del bastimento. Detrás de la portada estaba el salón de los espejos. También existía en el Alcázar una capilla, que dividía en dos el espacio de planta cuadrangular, dando lugar a dos patios, el del rey y el de la reina. En la fachada oeste, que era la más antigua, se conservaban los cubos de la muralla de la ciudad, a la que estaba unido el Alcázar. En la fachada este se alzaba la torre de la reina y la torre de Carlos V, que daba al Jardín de la Priora.
En sus estancias interiores, decoradas con frescos, se llegó a reunir la mejor colección de pinturas y tapices que existía en el mundo.
La Nochebuena de 1734 quedará en el recuerdo como una noche de tragedia e impotencia. Los madrileños se reunían en sus casas al calor del hogar para celebrar con sus familias una fecha tan señalada. Las calles, por tanto, estaban prácticamente vacías, como ningún otro día del año.
La familia real se había trasladado al palacio del Buen Retiro, por lo que la guardia del Alcázar se había reducido, y solo contadas personas permanecían en la que había sido su residencia anteriormente.
A las doce de la noche se produjo el cambio de guardia, que por ser en una fiesta tan especial, se componía de menor número de centinelas. A esa fatídica hora comenzó el incencio, no se sabe muy bien cómo, porque existen varias hipótesis contrarias.
Los primeros en ver que el cielo se iluminaba con las llamas fueron los monjes del convento de San Gil, que estaba situado muy cerca, más o menos donde hoy está la Plaza de España. Quisieron dar la alarma haciendo repicar las campanas, pero casi nadie dio importancia al estrépito porque la mayoría pensó que era la llamada para la Misa del Gallo.
Esta circunstancia se unió al hecho de que el edificio se había convertido en un verdadero horno, capaz de fundir las joyas de oro, tal como quedó atestiguado, propiciado por la estructura de piedra y los pocos huecos heredados de su primitivo fin de fortaleza defensiva. Para cuando se pusieron en marcha los limitados medios de los que se disponía para sofocar el fuego, la suerte del Alcázar ya estaba echada.
Las primeras patrullas de guardias a las que se unieron los monjes de San Gil solo pudieron desalojar a las pocas personas que estaban dentro (hubo una víctima mortal) y comenzaron a salvar, sin orden ni concierto por la falta de escaleras y medios para avanzar, aquellos objetos de valor que pudieron. Entraban donde podían, cogían lo que tenían a mano y lo tiraban por las ventanas para salvarlo. El gran salón contenía cientos de cuadros en su interior. Se estima que al menos 500 cuadros de los grandes maestros de la pintura perecieron en el incendio, entre ellos al menos diez obras de Velázquez. Ningún cuadro de los pisos superiores sobrevivió. Ningún tapiz. Todo lo que estaba colgado a más de tres metros era inalcanzable en medio de unas llamas voraces. Joyas de oro y decoraciones doradas preciosas se fundieron. Los objetos suntuosos de la decoración, los muebles exquisitos, los ropajes lujosos, los archivos vetustos con todos los documentos importantes de la Corona y de sus posesiones en América, todo se lo llevó el fuego.
«Habla de una flor de lis de oro, de media vara de alto y poco menos de ancho, bordada de piedras preciosas (...), un diamante del tamaño de un real de a dos (...) del que pendía la famosa perla la Huérfana o la Peregrina, del tamaño de una avellana (...), con otras muchas riquezas en escritorios, vasos de cristal y de la China, aderezos y piedras preciosas, plata labrada y otra multitud de joyas», cuentan los relatos de la época. Álvarez Colmenar cita una pintura de Miguel Ángel, y habla también de las ricas y primorosas tapicerías flamencas, y de los frescos que adornaban las paredes de las salas.
Algo se salvó, sí, cuatrocientos cuadros por ejemplo, que constituyeron el fondo del Museo del Prado. Durante los tres días en que permaneció activo el incendio, volaron por las ventanas tapices flamencos, telas de Tiziano y de Rubens, muebles, objetos preciosos. Pero lo que quedó reducido a escombros y cenizas fue la mayor parte. Algunos de los cuadros que se rescataron fueron El matrimonio Arnolfini, de Van Eyck (que pasó después al Palacio Real y terminó en la National Gallery de Londres) y Las meninas, de Velázquez, hoy en el Prado.
Tan devastador fue el efecto de las llamas que Felipe V decidió terminar la demolición y emprender de inmediato la construcción del Palacio Real sobre sus mismas ruinas, el más grande y majestuoso que se construyó en la época en el corazón de una capital. Fue Carlos III, el mejor alcalde de Madrid, quien lo inauguró años después, en 1764. Cuando nació, se llamó el Palacio nuevo. Fue, desde luego, una nueva página que sustituía a la anterior.
E. M.
IMÁGENES
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Esetena / CC BY-SA (https://creativecommons.org/licenses/by-sa/4.0)
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Félix Castelo [Dominio público]