Treinta años es un suspiro en la historia. Quienes caminan dejando huellas viven eternamente. Se van pero nos dejan su recuerdo, sus palabras, sus ideas, sus obras. Gerardo Diego hablaba en voz alta con la vida, y hoy todavía oímos su voz; escuchó a su musa, y nos demostró que la inspiración existe; pintó de palabras las imágenes y constatamos que el arte conmueve y eleva. Hace un ratito, poco más de treinta años, vivió en esta casa de Madrid, en el n.º 9 de Covarrubias del distrito de Chamberí.

De esta casa salió para leer su discurso de ingreso en la Real Academia y para recibir el Premio Cervantes. Aquí escribió sus obras más importantes, como Alondra de verdad, Paisaje con figuras, Biografía incompleta, Versos divinos, Odas morales y numerosos ensayos, artículos, conferencias, textos para la radio y críticas musicales. En esta casa se despidió de nosotros en 1987.

Gerardo Diego fue un poeta en el pleno sentido de la palabra. Antes que otra cosa, fue creador de poesía. Todas las demás facetas de su vida no empañan la del artista que necesita expresar la belleza que percibe en esos mundos de inspiración inaccesibles para muchos.

Nació en Santander el 3 de octubre de 1896, y fue uno de los escritores más importantes de la Generación del 27, de la que escribiría una importante antología titulada Poesía española: 1915-1931.

Tal vez coincidiera en los paseos por el muelle de su ciudad natal con el escritor José María de Pereda, como podemos oír de su propia voz en la grabación de su autobiografía que conserva la fundación que lleva su nombre. También compartió momentos con Marcelino Menéndez Pelayo, que era amigo de su familia. Sus padres regentaban un comercio de tejidos de la capital cántabra y él hacía el número siete entre sus hermanos.

Antes de que despertara su vocación literaria, estudió música y piano y recibió clases de pintura. Después de terminar la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad de Deusto, vino a Madrid para hacer el doctorado. Aquí empezó a acudir a varias tertulias, como la que dirigía Ramón Gómez de la Serna en el café de Pombo, y frecuentó el Ateneo, lugar de constante actividad literaria y científica.

Las tertulias madrileñas de principios del siglo XX fueron el caldo de cultivo de donde surgieron grandes personajes y nuevos movimientos en el arte y la literatura. Escritores, artistas y toreros se reunían para charlar en diferentes cafeterías de la ciudad, y no fueron pocas las que cristalizaron en la capital de España. Eran otros tiempos: no había televisión, ni Internet, ni redes sociales, ni teléfonos móviles. La gente con inquietudes intelectuales cultivaba el arte de conversar.

En 1920 sacó la plaza de catedrático de Lengua y Literatura y se convirtió en profesor, dando clases en institutos de Soria, Santander, Gijón y Madrid. Pero nunca dejó de escribir. Ese año publicó su primer libro de poesía, El romancero de la novia, para lo que contó con la ayuda de León Felipe y de Juan Ramón Jiménez.

Publicó varios poemarios y recibió el Premio Nacional de Literatura en 1925, que compartió con Rafael Alberti, con un jurado presidido por Menéndez Pidal. Volvió a ganar este premio algunos años después, en 1956.

También colaboró en la Revista de Occidente. Fue el propio Ortega y Gasset, filósofo y pensador universitario de muchísimo prestigio entonces, quien invitó a Gerardo Diego a participar desde el principio en la naciente revista, que aceptó encantado la invitación.

Gerardo Diego fue, además, crítico literario, musical y taurino en varios periódicos, como El Imparcial y La Libertad e impartió cursos y conferencias por todo el mundo.

La guerra civil le sorprendió en Francia. Regresó a España en 1937 y, después de acabar la guerra, se trasladó a vivir a Madrid en 1940, donde permaneció hasta que se jubiló y donde murió, casi cuarenta años después, a la edad de noventa años.

Fue en Madrid donde escribió y publicó la mayor parte de su obra, durante su época de profesor en el Instituto Beatriz Galindo de la capital.

Su colección de 42 sonetos titulada Alondra de verdad fue muy valorada por la crítica. En 1947 fue elegido, por unanimidad, miembro de la Real Academia Española. Más tarde, surgieron nuevas obras, como Canciones (1959), Sonetos a Violante (1961), Mi Santander, mi cuna, mi palabra (1961) o Poesía completa (1989).

En 1962 consiguió el Premio Calderón de la Barca, por su obra de teatro El cerezo y la palmera. Obtuvo también otros premios y condecoraciones, como la Gran Cruz de Isabel la Católica (1965), la Medalla de Oro del Trabajo (1968), el Premio Internacional de Poesía (1974), el reconocimiento como doctor honoris causa de la Universidad de Santander (1980), la Medalla de Oro de la Villa de Madrid (1985), la Medalla de Oro de la Comunidad Autónoma de Cantabria (1987) y otros reconocimientos y homenajes.

En 1979 se le concedió el Premio Miguel de Cervantes, considerado el premio más importante de literatura en lengua castellana, que compartió con Jorge Luis Borges.

Dentro de su poesía tradicional cultivó estrofas convencionales, como el romance, la décima, el soneto y, en ocasiones, la lira y la octava real. Fue siempre un poeta de gran ingenio, musicalidad y pericia: no existía una clase de poema que él no supiese hacer, ningún ritmo o metro que se le resistiera. Como decía en su Biografía incompleta «Es muy sencillo. / Sencillo como cerrar los ojos y que duerman las olas, / sencillo como arrancar las flores sin que el diccionario lo sepa.».

Entre sus sonetos está El ciprés de Silos, considerado por muchos el mejor soneto de la literatura española. Lo plasmó en el libro de visitas del monasterio de Santo Domingo de Silos, después de componerlo en una noche que había pasado en la hospedería:

Enhiesto surtidor de sombra y sueño
que acongojas el cielo con tu lanza.
Chorro que a las estrellas casi alcanza
devanado a sí mismo en loco empeño.
Mástil de soledad, prodigio isleño,
flecha de fe, saeta de esperanza.
Hoy llegó a ti, riberas del Arlanza,
peregrina al azar, mi alma sin dueño.
Cuando te vi señero, dulce, firme,
qué ansiedades sentí de diluirme
y ascender como tú, vuelto en cristales,
como tú, negra torre de arduos filos,
ejemplo de delirios verticales,
mudo ciprés en el fervor de Silos.

Gerardo Diego decía que la verdadera poesía es «un estado de excepción», porque se da excepcionalmente, en casos extraordinarios. Para él la poesía es «crear lo que nunca veremos».

En esta casa, en este nuestro Madrid, vivió un poeta.

E. M.

IMÁGENES
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/b/ba/Calle_de_Covarrubias_n%C2%BA_9_%28Madrid%29_01.jpg

Utilizamos cookies para asegurar que damos la mejor experiencia al usuario en nuestra página web. Al utilizar nuestros servicios, aceptas el uso que hacemos de las cookies.