Sorprenden las antiguas fotos del río madrileño (bueno, antiguas... de hace un siglo) en las que se ven ropas secándose al sol colgadas en tenderetes de palos y pequeños troncos, con mujeres y niños alrededor, y los ojos del puente observando imperturbables la pequeña vida de los humanos. Allí estaban las lavanderas del Manzanares. Aquellas, fueron mujeres con una vida difícil (mujeres, sí, porque no había «lavanderos»), con apenas lo necesario para sobrevivir. Lograron pervivir en las fotos; pero también de la mano de los artistas, que les otorgaron un protagonismo que la vida real les negaba, como en este cuadro de Casimiro Sainz.
El pintor campurriano Casimiro Sainz, nacido en el pueblo cántabro de Matamorosa en la segunda mitad del siglo XIX, se instaló en la capital, como tantos otros, y allí vio la luz la mayor parte de su obra. Lo más importante de su producción pictórica son los paisajes y algunas escenas cotidianas como esta.
En el cuadro, las lavanderas aprovechan su palmo de suelo para doblarse hacia el río con postura genuflexa, e intuimos que permanecen así horas llevando a cabo su labor, penosa si lo juzgamos desde nuestro mundo de lavadoras automáticas donde lavar la ropa consiste en poner un dedo en el botón adecuado.
Las cabezas agachadas, los brazos frotando con fuerza el trozo de tela; nada de lejías ni desinfectantes; nada de precauciones ante ropas de enfermos; solo el agua y el sol. Y mucho esfuerzo de las lavanderas. Son tiempos de casas sin agua corriente, y el oficio de lavandera, aunque mal remunerado y poco apreciado socialmente, se hace necesario para la vida cotidiana de la ciudad.
Madrid, como cualquier otro lugar de la época, aprovecha su río para colocar allí sus lavaderos. Pobres, precarios, donde se genera parte de la intrahistoria de la villa. Son muchos años lavando en el río, siglos de anécdotas y episodios vividos a ras del agua, niños pasando su infancia entre tendederos y salpicones, madres sudorosas con manos arrugadas de no estar secas nunca. Madrid y su río. El Manzanares y sus lavanderas.
La imagen nos acerca a las quietas aguas del río dejándonos participar en la escena sin estorbar. Lloviera o hiciera calor, a cualquier hora del día se podía ver en los remansos de la corriente a muchas mujeres de cualquier edad, algunas niñas, otras ya maduras, convirtiendo el agua en fábrica cotidiana, y el terreno adyacente en guardería improvisada para los pequeños hijos de las que lavaban. Allí se congregaban mujeres viudas, madres de familias numerosas, madres solteras.
Su labor era restregar la ropa, permanecer de rodillas con el cuerpo agachado durante horas y las manos siempre mojadas y frotar con piedras y maderas las telas. Hervían en barreños la ceniza generada en las cocinas; el agua grisácea que se generaba se colaba caliente sobre la ropa sucia para que se limpiara y quedara blanca al atravesar el tejido. A este proceso se le llamaba «colada». Luego, aclaraban la ropa con las manos, la retorcían y la dejaban secar el tiempo necesario en los tendales, para después doblarla en los cestos, que luego eran cargados y repartidos por Madrid.
Muchas veces eran los esportilleros los que se encargaban de pasar por las casas de Madrid recogiendo la ropa sucia y llevándola a los lavaderos, y los que se ocupaban de la distribución de la ropa al terminar la jornada laboral de las lavanderas. Esto hizo que fueran frecuentes bailes y encuentros entre todos ellos, y que las riberas del Manzanares fueran un lugar habitual de cita, desarrollándose escenas como las que Goya plasmó en sus cuadros cuando pintó a las lavanderas.
Aunque las mujeres lavaban en el Manzanares desde el siglo XVI, se calcula que hubo cerca de 5000 lavanderas en Madrid entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX, cuya actividad dejó de existir hacia 1926, cuando se canalizó el Manzanares y empezó a llegar el agua corriente a las casas. Pero hasta entonces el río se prestó a esta labor con unos extensos arenales a ambas orillas y abundancia de isletas en medio del cauce, a lo que se sumaba la poca profundidad de sus aguas.
La mayor concentración de lavanderas se daba entre los puentes de Segovia y Toledo; también las hubo cerca del puente de la Reina Victoria y en las inmediaciones de la ermita de San Antonio de la Florida, además de las que faenaban en las praderas del Puente del Rey. La reina consorte María Victoria, esposa de Amadeo de Saboya, uno de los reyes españoles de más breve historia, hizo construir un asilo de lavanderas, que podía atender a 300 niños menores de cinco años, hijos de las trabajadoras del río.
En 1790, la ordenanza recogía que «las lavanderas que concurren al río Manzanares se matriculen, y se hace responsable a los dueños arrendatarios o administradores de los lavaderos de los excesos que se cometieren en ellos, si fueren omisos en dar cuenta, y se manda no permitan que en sus casas y barracas se hospeden gentes ociosas y mal entretenidas».
En el traspaso de los siglos XIX y XX, las bulliciosas riberas del río se llenaron de esforzadas mujeres que dejaron su existencia cotidiana allí.
Hoy, siglo XXI, los ecos de la historia de la villa solo nos serán revelados si aguzamos el oído ante los mensajes que transporta la brisa que recorre las riberas del río. Podremos volver a ver allí a aquellas mujeres, que pisaron el mismo suelo no hace tanto tiempo, y cuya vida fue tan distinta a la nuestra.
Ese es el secreto de la historia: conocer lo que fue antes para entender lo que hoy es y preparar lo que será mañana.
Lavanderas de Madrid: mirad qué bonita es hoy la villa donde vivisteis.
E. M.
IMÁGENES
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/e/e1/Lavanderas_en_el_Manzanares_1879.jpg
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/4/49/Casimiro_Sainz-Lavanderas_del_Manzanares-1878.jpg