A Madrid, le quitas el cafelito y lo matas. Y más que el cafelito, el lugar de beberlo. Qué haría el madrileño del XIX sin su tertulia de café, como antes se aposentaba en figones y casas de comidas.

Que se alegren las feministas del momento, que hacia 1850 nadie se va a escandalizar si una dama entra a tomarse un café con leche y su media tostada. Con una amiga por lo menos, claro, hasta ahí se podía llegar.

Pero los cafés más bulliciosos son los que acogen a los revolucionarios, donde se cuecen intrigas, donde se derriba el Gobierno cada semana. Como por ejemplo el Café de la Cruz de Malta, en la calle Caballero de Gracia, donde entre humo, vapores de vino y migas de bollo, Espronceda recita versos a sus amigos, y el político Salustiano Olózaga ignora al poeta y organiza cada noche un programa ministerial. Y el Café Nuevo de la calle Alcalá, campo de liza de todo revolucionario, paradigma del “de qué se habla, que me opongo”.

En la Plaza Mayor, el Café del Gallo, punto de reunión de los carlistas. Y tantos otros, cada uno con su pedacito de historia de Madrid. Que muchas veces se amplía a historia de España. Por ejemplo, el de Variedades, frente al teatro Antón Martín, punto de encuentro de políticos en las revueltas de 1866. Que las revueltas y golpes de timón se fraguan, desde luego, en los hemiciclos, aunque parezca lo contrario.Tan importantes son los cafés, que se anunciaron en los boletines: en el Diario de Avisos del 1 de enero de 1833 nos avisan de que desde ese día, en el local de Astrarena, en la calle Hortaleza, podemos consumir, además de café, licores y vinos generosos, almuerzos y fiambres. Y a veces, con precio y todo: en la taberna de la calle Fúcar, dice el mismo diario, nos despachan “vino pardillo a ocho cuartos el cuartillo”. En el Café de Venecia, calle del Prado, durante tres días nos pueden dar queso fresco con fresas; y en el Café del Teatro, además, tocinos de cielo con huevo hilado.

Que no se puede pedir más. Bueno, sí: que el café, la bebida, lo de dentro de la taza, sea tan bueno como el local en que se bebe. Y en el Café de las Hadas, en la plaza de Santa Ana, nos lo hacen por destilación, anuncian, que el de pucherete le quita aroma, dice el dueño. Añadiendo que tiene surtido de licores selectos.

En casi todos los locales se van instalando pianos; el primero fue El Espejo, en el Prado. Tardes agradables de charla, bebida, música. Otros, en el mismo sitio, no lo pasan tan bien. Por ejemplo, los cerilleros que si antes vendían por la calle su pequeña mercancía, ahora tratan de hacerlo en los cafés, donde al menos un ratito se está al calorcillo. Pero los camareros no los quieren por allí y los echan a veces tan duramente, golpes incluidos, que algún periódico pide cese el abuso. Romántica y desgraciada figurilla que ha dado lugar a tristes cuentos…

Hay novedades: en julio de 1865 se ensaya la luz de gas en el Café Universal, de la Puerta del Sol. La Fontana de Oro es una novela de Pérez Galdós, pero es también un café madrileño de la Carrera de San Jerónimo. Punto de reunión de políticos entre 1817 y 23, Martínez de la Rosa y Alcalá Galiano organizan allí su particular parlamento revolucionario contra el absolutismo de Fernando VII. Incluso hay una barandilla que separa un estrado para los que hablan de aquellos que solo escuchan.

Los cafés crecen, cada uno con sus ofertas, con su público, con sus luces nuevas y sus pianos. Fuera de ellas, Madrid sigue siendo un poblachón medio campesino, con vendedores ambulantes que vocean agua, huevos, hortalizas y almendras. Con diligencias y carros que suben por la calle Toledo y la de Alcalá, y con ellos una riada de visitantes que entran, salen, compran y venden. Que forman, con los autóctonos, la base de la capital. Siempre en movimiento.

M.ª Ángeles Fernández

Historiadora de Arte

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