En el siglo XIV Madrid sigue siendo un poblacho sucio, sin pavimentar, oscuro y poblado por no muy selecto personal.
Pero crece: conventos, hospitales, comercios casi de todo a cien, curanderos de toda raza, muchísimas tabernas, tenderetes de escribanos y mesones de medio pelo.
Burdeles, numerosos y variados, para todo gusto y bolsillo.
Y hablando del tema, y con el debido respeto y guardando las distancias, pero con un uso muy similar, cerca de la capital, El Pardo. Retiro real, recatado, privado, discreto, para solaz de los monarcas, ya desde 1345 usado por Alfonso I, que además de guerrear lo suyo holgaba lo suyo también, muy bien acompañado por la favorita de turno. Fue Enrique III el Doliente quien para reponerse de las dolencias mandó edificar un palacete, justo donde hoy está el palacio, llevándose como alegría de sus penas a doña María, esposa de don Enrique de Villena, que nunca se quejó de nada, siempre y cuando no le incordiaran y le dejaran dedicarse a su laboratorio alquímico.
Y después de Enrique IV, dicho el Impotente por la Historia, y que, dice el doctor Marañón, solo lo era con su esposa, que le daba repelús la pobre, y a la que dejó en manos de don Beltrán de la Cueva mientras él ponía las suyas en damas de moral distraída. Y en mancebos imberbes, dice también Marañón. Pero bueno, no nos metamos en honduras. Lo que es cierto es que el matrimonio le dejaba fuera de combate, porque su primera esposa, Blanca de Navarra, pasó por su lecho como su nombre: Blanca. Inmaculada. Se anuló el matrimonio, pero con la segunda, doña Juana, no mejoró la cosa. De ahí el apodo, que no se ajusta a la realidad.
Total: reyes al Pardo y plebe a las callejas de Madrid. Se acabaron concentrando en gran número en los alrededores de la plaza de la Cebada, que valía para todo, por lo visto. Entraban por la calle de Toledo y allí reponían fuerzas. O las acababan de perder.
Otros personajes pretendían que las mujeres se les rindiesen sin ser del oficio: el caballero de Gracia, por ejemplo, que ha dado nombre a una calle. Andaba el hombre prendado de la hermosa doña Leonor Garcés, esposa de un diplomático, y que no le hacía el menor caso. Vivía la dama cerca de la Red de San Luis, y allí encaminaba sus pasos el caballero día sí y día también, a ver si alguna vez le sonreía el éxito y la hermosa. Una noche, y con ayuda de una criada, como ocurre siempre, logró entrar en la casa. Pero estaba de Dios que le fallaran los planes, porque pisó un escalón mal encajado, cayó y se rompió una pierna. Lo que pasó después no lo sabemos, qué pena. Pero sí que el caballero logró llegar a su casa, en la cercana calle a la que dio nombre, y sí que debía andar muy enamorado, porque a su muerte, según sus órdenes, en su solar se levantó la iglesia que hoy se conserva, y parece que mientras vivió no volvió a las andadas; y eso que falleció muy anciano.
Pero dejemos al arrepentido caballero y volvamos a la realeza, esta vez al escandaloso Felipe IV, libertino y a la vez hipócrita abolicionista de la prostitución, amigo de todo lo bajo y perseguidor de cuanta falda veía. Mal gobernante, rodeado de validos que le bailaban el agua, sobre todo el todopoderoso alcahuete conde-duque de Olivares, que le ojea la caza y se la lleva a la trampa, desde que, casado el rey a los dieciséis años con Isabel de Borbón, se aburre pronto de la criatura de trece y empieza a ejercitarse con toda la que ve. Sin dejar a Isabel en paz tampoco, que dejó el rey de recuerdo 13 hijos legítimos y 30 bastardos. Con el dato triste para España, y curioso para la anécdota, de que los legítimos, por la continua consanguinidad de los padres, eran todos enfermizos al extremo de quedar sólo el desgraciado heredero; mientras que los bastardos, sangre nueva, crecían robustos que daba gloria verlos.
Se conocieron y corrieron de boca en boca los amores del rey con la Calderona, bella actriz de comedia, muy famosa en la época, que actuaba en el Corral de la Cruz, a donde don Felipe acudía de tapadillo, acompañado generalmente por su colega de escapatorias, el duque de las Torres, del que se dice fue el introductor de las discretas limusinas, nuevo tipo de carruaje, perfecto para las intimidades.
Del teatro a la limusina, y de allí a un recatado aposento cobijador de los reales amores. De los cuales nació un robusto y muy amado bastardo, al que se puso de nombre Juan. Lo curioso es que a quien se parecía horrores Juanito era al amigo duque de las Torres. Lo cual mosqueó tanto al rey que dio por finada la amistad y desterró al antes colega.
Y es que era baraja con muchos ases la de esta partida.
Al tiempo que Juanito nace el príncipe legal Carlos II. El pobrecito Hechizado, inútil como rey, como generador de nuevos reyes… Triste remate de siglos de consanguinidad.
¿Que qué de la Calderona? Pues a instancias de la ya harta reina Isabel fue desalojada de su balconcillo privado en el que se exhibía descarada en la Plaza Mayor. Y de allí a un convento de la Alcarria, de donde no volvió a salir.
Caprichos de rey…
M.ª Ángeles Fernández
Historiadora de Arte