Nos divierte una barbaridad el petimetre del XVIII. Era como una sublimación del pijerío actual, como un niño de papá escrito todo en mayúsculas.

Son bomboncitos llenos de encajes y lazos porque están de moda en el extranjero; ni siquiera beben horchata, qué paletería eso de las chufas, lo que hay que beber son suaves vinos blancos o algún anisette (así, con dos tés) que otro. Al majo todo esto le enfurece y le divierte a la vez. Y le hace acentuar el madrileñismo y sus costumbres, y burlarse de los cursis:

“Yo conocí en Madrid a una condesa
que aprendió a estornudar a la francesa”.

Donde se juntan majos y majas, y por primera vez, petimetres, es en las botillerías, invento nuevo entresacado de bar, taberna y salón, donde unos y otros van a tomar sus vinillos, sus refrescos, sus aguas de cebada, y charlar y decirse tonterías al oído.


Esto de las botillerías es un invento revolucionario, antecedente directo de la cafetería de hoy, pasando por el café del XIX. Hay pocas mesas, y en cambio sí una larga barra donde poder apoyarse y casi rozarse con el brazo de al lado, brazo que sabe dónde situarse. Por primera vez se puede entrar, beber y salir, sin tener que ir poco menos que a una recepción. Por desgracia no nos quedan documentos gráficos, pero nos imaginamos locales parecidos a los de algunas estaciones de servicio de los pueblos actuales.


Conocemos el nombre de tres botillerías: la de Canosa, en la Carrera de San Francisco, llena de botellas, de licores sus estantes, y de naranjadas para las señoras. La de Ceferino, en la calle del León; la de Valbases, en la calle del Prado. La de San Vicente, en Barrionuevo, anuncia música al caer la tarde. Otras, como la de la Reina Madre, en la calle Platerías, tienta a los paseantes con agua de canela fría, limonada y leche merengada.


Las botillerías dan paso a los cafés, muy vigilados por la policía, ya que eran nido y refugio de politiquillos y revoltosos, que entre cafetito y media tostada arreglaban España, derribaban a los absolutistas, creaban gobiernos y condenaban a la horca a ministros y alcaldes. Divertirse por lo menos se divertían. Qué bien nos lo cuentan Galdós y Mesonero Romanos.


El café que se hizo famoso por esos temas fue el de Lorenzini, en la Puerta del Sol, que se constituyó en primera tribuna pública tras la jura de la Constitución por Fernando VII. Sus mesas se transformaron en podios de oradores; y estos, de allí, en hombros, a la calle. Orgullosos de su triunfo fundaron la Sociedad Patriótica de Amigos de la Libertad, que les duró un suspiro porque el Gobierno la clausuró a toda mecha. Inasequibles al desaliento, fundaron otro café donde explayarse: La Fontana de Oro, que dio tema a Galdós para una novela con ese título.


Lo que da de sí el politiqueo. Tan extremistas son los liberales que solo toman café: el chocolate es burgués, absolutista y monárquico. Es bebida de curas y mujeres, dicen. Las chocolaterías, ni pisarlas. Lo que se lleva, el estar en la onda, es ir al café. Así que se abren estos por todas las calles. Madrid empieza a tener más cafés y tabernas que casas de vecinos.


Al pueblo llano, lejos de políticos, literatos, petimetres y gente rara, le trae de lado el café. Se sigue reuniendo en los aguaduchos de Cuatro Caminos y Carretas, de Montera, de Toledo, a beber refrescos, limón y agua de cebada, a reírse, a cantar, a pelar la pava. Que se rompan la cabeza otros. Ellos ya se rompen las manos trabajando… cuando hay trabajo.


En 1845 se abre un gran establecimiento: el Café Suizo. Todos los periódicos lo anunciaron. Lo fundan unos emigrantes suizos, al ver la pasión por la bebida espesa y dulce que hay en Madrid: si se le añaden bollos de leche, “suizos”, mejor. El éxito es de antología.


Además hay un salón para damas, muy bien decorado, donde se sirven cremas, helados y agua de nieve con unas gotas de licor de cerezas.


El chocolate y el café, como arma política. Uno, bebida de curas y mujeres. Otro, libertario y progre.


Eso solo se le podía ocurrir a los madrileños.

M.ª Ángeles Fernández
Historiadora de Arte

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