En el XVII Madrid es capital, además del reino, de la gastronomía, porque sus reyes comen como limas: Felipe II sólo dos veces al día, pero grandes cantidades de pollo y caza.
Y Carlos V, antes que él, comía no dos veces, sino incluso a medianoche; en su mesa junto a la cama había siempre un buen plato con que matar el gusanillo nocturno. Frailes y monjas no dan abasto a preparar en sus conventos dulces y confituras para los regios estómagos. Con Felipe III y IV Madrid sigue acogiendo a toda clase de trabajadores y otros no tanto, y el abastecimiento crece al mismo ritmo.
Al amanecer, los que van al tajo desayunan, en la calle Toledo y plaza de la Cebada, camino de los campos, aguardiente y naranjas con miel, lo que recibe el nombre de lectuario. Y si no, vasito de vino en el que mojan el coscurro de pan. El cafelito no ha llegado todavía a su poder adquisitivo.
Y a la hora de comer, la cosa se abarata, rellenando en la tabernas las empanadas con todo lo que en algún momento estuvo vivo, que de la época viene lo de dar gato por liebre y lo de si eres gato vete del plato, que los pobres mininos llevaban una vida de lo más peligrosa. Pero en general tampoco comía mal el pueblo llano, que la literatura nos habla de suculentos guisos de verduras, conejos, berenjenas de Almagro y quesos variados, encurtidos y demás.
Y los pobres de pedir, la sopa boba de los conventos, hecha de coles, tocino y huesos.
Los menos pobres, pero no ricos, compran su comida de los guisotes que se preparan en las esquinas de las calles, en grandes calderos donde hierven cebollas, coles, habas. Y mucha casquería: gallinejas, patas, hígados. Cosas baratas, porque las clases altas lo consideran indigno de su nivel.
Los reyes eran, en cuanto a menús, de piñón fijo. Ya hemos visto que Felipe II comía siempre lo mismo; y Carlos III también: sopa, un trozo de ternera asada, un huevo pasado por agua, lechuga nadando en agua con vinagre y azúcar, rosquillas y frutas. Para lo que se comía en su época no es mucho. Nunca podremos entender que en una cena se sirviesen más de 50 platos fuertes y se comiese de todos. Está documentado.
A principios del XIX siguen los vendedores callejeros de siempre: de miel, de quesos, de hortalizas. El pan se lleva a domicilio en grandes serones sobre barricas. El agua, los aguadores la ofrecen. Toda la calle es un puro grito de ofertas. Pero empiezan los mercados cerrados además de los de las plazuelas: en San Idelfonso, en San Felipe, en la Cebada. Este era el favorito por su ubicación en la carretera de Toledo, y se construyó un gran edificio de hierro, que ha durado hasta muy avanzado el siglo XX. Madrid crece y hay que atender a sus mil necesidades. Luego, en 1858, nos llega, con Isabel II, la riquísima agua del Lozoya. Famosa, por su pureza, el agua de Madrid. Madrid, Magerit, «Madre del agua».
Y luego, poco a poco, mesón a mesón, novedad a novedad, el gran Madrid que conocemos.
Pero preferimos retroceder en el tiempo. Un tiempo que permanece oscuro hasta fines del X, en que se menciona el Alcázar, situado donde hoy el Palacio Real, la Puerta de la Vega, también en la hoy Cuesta del mismo nombre, el Viaducto, la Puerta de Santa María en la hoy calle Mayor, y eso es todo. En 939 Ramiro II el Monje la conquista y luego se vuelve a León. Luego se pasean por aquí Fernando I, Alfonso VI, Alfonso VII y Alfonso XI. Y en el XV Juan II de Castilla, padre de Isabel la Católica, se queda a vivir. Le gustaron los muchos montes llenitos de osos y jabalíes para hacer grandes cacerías. Pero no pasó un siglo cuando la mitad había sido talada para hacer casas a los nobles llegados al retortero de la corte, para alimentar sus enormes chimeneas y para fabricar muebles para todos ellos. En poco tiempo, los bosques de Madrid pasan a ser historia. Y con ellos se fueron los osos. Y los madroños, que pasaron a ser una rareza.
Parece que había muchísimos en el VII, cuando los árabes se instalaron por aquí, cerca del Campo del Moro, todo verde y agua, lo cual propició riquísimas huertas. Había gran población de venados, y los jabalíes se concentraban sobre todo por El Pardo y Viñuelas, y los osos por Guadarrama, Somosierra, La Pedriza y Buitrago.
Hay mucho cereal, olivares por Atocha, y muchas tierras de viñedo. Buenos vinos los de Madrid, para cuya degustación aparecen pronto tabernas y bodegas. La primera cuyo nombre consta es la de Arias, en el arrabal de San Ginés, muy cerca de la Puerta del Sol.
Tenemos noticias sueltas sobre el clima: una gran helada seguida de sequía en 1213, que acabó con la cosecha de trigo y por ende no hubo pan, ni cereal ninguno, ni apenas verduras, y las crónicas hablan de un hambre terrible. En 1214 al contrario: diluvios y pedrisco, con lo que el hambre continuó. De octubre de 1434 a enero de 1435 no paró de llover, al extremo de que la corte huyó asustada y se hundieron casas y parte de la muralla. Madrid queda aislado, hambriento y enfermo.
Y es que Madrid es extremado, ahí en el centro de la Meseta, sin protección apenas, a los soles y a los vientos, a las heladas y a las chicharreras.
Pero aquí estamos.
M.ª Ángeles Fernández
Historiadora del Arte