Con el reinado de Felipe IV, Madrid luce esplendoroso, sobre todo de 1621 a 1665: escritores, artistas, autores teatrales, hacen que el pueblo olvide los desastres exteriores:

pérdidas en las guerras de Flandes e Italia, vergonzosas paces de Westfalia y los Pirineos, sublevaciones de Cataluña y Portugal…

Pero Madrid no se da por enterado y luce y se divierte.

En 1606 la corte ha regresado de Valladolid, y la construcción crece a un ritmo imparable. En 1629 hay 400 calles, con 14.000 casas, sin contar conventos, parroquias, hospitales y mesones. La calle principal, como indica su nombre, es la Mayor, que va del centro al Alcázar, y de la que partían las más importantes.

La calle Mayor, que parte de la Puerta del Sol, era centro comercial, pase de carruajes, lugar de esparcimiento de los viandantes, escaparate de novedades: la Milla de Oro de Madrid del XVII. Y zona de chismorreo capitalino, porque en ella estaba el mentidero de San Felipe el Real. Hay muchas fuentes para aliviar la sed de personas y cuadrúpedos, y abundantes espacios verdes, como el Campo del Moro, el Retiro, la ribera del Manzanares, el Prado…

De las fuentes, era la más famosa la Mariblanca, en realidad la diosa Diana, rebautizada por el pueblo con tan sonoro y bonito nombre, y que hoy se encuentra en el Paseo del Prado. Y la de la Plaza de la Cebada, repuesta hace pocos años. Y la de Puerta Cerrada, Puerta de Moros, la Castellana, los lavaderos de los Caños del Peral. Hay donde pasear y pasar la tarde del domingo, refrescando con agua de cebada en los tenderetes que al caer la tarde se iluminan con farolillos de verbena.

Madrid es acogedor. No pregunta de dónde viene el forastero, simplemente le acoge, le integra, como ahora se dice tanto, se le mete dentro, le hace suyo. Su alegría de vivir, pase lo que pase, es contagiosa. Llegan y se quedan; así se ha dicho siempre sobre Madrid. Eso sí, se crea un multitud de tribus urbanas, desde lo más alto hasta lo más bajo. Hay menestrales, mendigos, soldados de fortuna, vagos de la sopa boba, estudiantes, covachuelistas, pícaros de literatura. Hay hidalgos pobres y negociantes nuevos ricos. Y están los donlindos, los que después serían los petimetres con los Borbones. Con los Austrias se llamaban de otro modo, pero actuaban igual: muchísimas horas de tocador y el resto para tertulias, paseos y espectáculos, para visitas a los bares y mesones donde beber, comer, jugar y ver bailar a las mozas. Trabajar, poco. O nada.

Otros se aburren mucho más, como Carlos III, según cuenta Casanova en sus divertidas memorias: el rey, viudo, está decidido a morir antes que buscarse concubina, cosa que considera enorme humillación y va además en contra de sus firmes creencias religiosas. Así que se distribuye la jornada de la siguiente manera: A las 7 se viste, le peina su ayuda de cámara y reza hasta las 8. A las 8 oye misa y toma una taza de chocolate. De 9 a 12, trabaja con sus ministros. De 12 a 12:30 se va de caza. A media tarde, parada para comer en el campo. A las 8 regreso a palacio, cena y dormir.

Y así un día y otro hasta el de su muerte. Única distracción la caza, porque no le gusta leer, ni oír música, ni las reuniones palaciegas.

Un muermo, vamos. Que sólo se anima y charla entre venado muerto y jabalí abatido por los montes de Madrid.

La gran novedad del XVIII son los baños públicos del Manzanares. Agua en las casas es impensable, claro. Ni falta que hace, que los baños completos no pueden ser buenos para el cuerpo, idea que comparten los franceses llegados con los Borbones. Mejor a cachitos y en tiras no muy grandes. Sin embargo, los baños públicos son un éxito; no por lavamiento en sí, sino porque son pretexto para una tarde de charla y aire libre, acompañada de cestitas de merienda, cerca del Puente de Segovia.

Otro lugar público eran las posadas, pero como había pocas, existían las que llamaban posadas secretas, sin control alguno, cuartuchos las más de las veces en casas particulares, donde no te podías dejar, si pensabas volver, pertenencia alguna: jamás volverías a verla. Eran tan cueva de ladrones que se pensó en prohibirlas, y el ministro Floridablanca dictó un bando para que se sujetasen al control de los alcaldes de barrio y de la policía; que se cerrasen las más peligrosas y se edificasen posadas sujetas a normativa, a precios asequibles, «decentes y aseadas».

Algo consiguió con ello Carlos III, desaparecieron las peores posadas secretas y se vigilaron más las que quedaron, y se fijaron precios para las nuevas: cinco reales por cama, un plato de cocido y postre de castañas.

Hoteles de verdad, más o menos, hasta con sala de estar, a principios del XIX. Que había ya mucho visitante que quería comer y dormir, bien y a seguro: la Posada de Zaragoza, en la calle Sevilla, la del Peine en Postas, la del Dragón en la Cava Baja, la del Rincón en Alcalá, la de los Leones de Oro en Carmen.

Madrid se moderniza.

M.ª Ángeles Fernández

Historiadora del Arte

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