En el siglo XIX fueron famosas las tertulias que se organizaban en los cafés de Madrid, y su recuerdo sobrevivió a los propios protagonistas. Los cafés se convirtieron en despachos de trabajo para literatos y artistas y en lugares de intercambio de ideas y propuestas innovadoras. Claro que, a veces, también eran escenarios de disputas más o menos encendidas. De entre estas, hay una que superó a todas: la que enfrentó a Valle-Inclán con Manuel Bueno y que terminó con un desafortunado bastonazo que provocó que el insigne escritor de las blancas barbas se quedara manco.

Valle-Inclán, además de ser un destacado escritor, tenía un carácter muy suyo. Su apariencia física nos permite identificarlo sin trabajo: largas barbas, gafas redondas bajo sus negras cejas y, en las fotos posteriores al suceso, un solo brazo. Comparte, por tanto, el rasgo que identificó al Manco de Lepanto, nuestro inmortal Cervantes. El espíritu novelero de Valle-Inclán no pudo dejar pasar la ocasión de alimentar él mismo la leyenda del percance, pero los datos recabados entre los presentes permiten atestiguar lo que allí ocurrió.

Sucedió en la Puerta del Sol, en el interior del Café de la Montaña, que se había llamado antes Café Imperial, ubicado en la parte donde desemboca la calle de Alcalá. Allí se reunían los componentes de una de las varias tertulias madrileñas que ponían en discusión la vida política e intelectual del país. La Puerta del Sol era, en los últimos coletazos del siglo XIX y comienzos del XX, el centro de la vida social de la capital española. Llegaron a coincidir hasta siete grandes cafés en la plaza y otros tantos en la calle de Alcalá.

Don Ramón se describía a sí mismo como un hombre de «rostro español y quevedesco, de negra guedeja y luenga barba», aunque se encargó personalmente de crear confusión y tergiversar todo lo que se refería a los detalles de su vida. Podría decirse que era un personaje bohemio e irónico, y un fabricador de anécdotas por su forma de comportarse. Él mismo, con ocasión de una de sus visitas al café, describió este incidente relatando que, mientras se encontraba en un palacio gallego, se terminaron los ingredientes para cocinar el estofado, y él mismo, en su arrogante generosidad, estiró el brazo y ordenó al cocinero que le cortara un buen trozo, exclamando: «En esta casa nunca va a faltar la comida». Claro que en otra circunstancia relató cómo le había mordido un león, y en otra, que lo había perdido en una pelea con el bandido Quirico. Este don Ramón...

La realidad fue un poco más prosaica. Fue en julio de 1899. Hacía tres años que había llegado a la capital desde Galicia, su tierra natal, y contaba treinta y tres años. En una de las tantas disputas en que se caldearon los ánimos, Valle-Inclán, que era capaz de batirse con quien fuera solo por demostrar su valor, cruzó agrias palabras con el también escritor Manuel Bueno, quien, en un arrebato, le golpeó con el bastón, con tan mala fortuna que se le incrustó el gemelo en la piel o se le fracturó un hueso (no hay unanimidad en el diagnóstico).

Hay que decir que lo hizo en defensa propia, pues Valle-Inclán se abalanzaba sobre él enarbolando una botella por el cuello. El caso es que, semanas después, el brazo se gangrenó y hubo que amputarlo. El tema que les había llevado a tal confrontación era un duelo que se había producido en la Castellana el día anterior entre un aristócrata español y un artista portugués, y al mezclar el valor y el honor de la patria frente a los foráneos, saltaron las chispas. Entre los presentes se hallaba Jacinto Benavente, el escritor que obtendría posteriormente el Nobel de literatura. Las crónicas relataron lo que ya se sabía: Ramón Valle-Inclán, un polémico sin remedio.

Aquel mismo año estrenó en el Teatro Lara su obra Cenizas: drama en tres actos. Su carrera comenzaba y conquistaría la cima de la fama más tarde. Pero las situaciones rocambolescas en las que se vio inmerso no cesaron. Sin ir más lejos, se pegó un tiro en un pie cuando se disparó accidentalmente su pistola mientras viajaba a caballo hacia Almadén, huyendo de la penuria económica y poniendo sus esperanzas en las minas de cinabrio que estaban enriqueciendo a la gente. Afortunadamente esta herida no le dejó secuelas. Sin embargo, padecía una enfermedad gástrica y murió de una grave enfermedad, por lo que siempre tuvo que vivir soportando dolores físicos.

Hay que decir que el sin par Valle-Inclán, genial, extravagante y provocador, no solo no guardó rencor a su agresor, sino que lo consoló después del trágico desenlace sentenciando: «Tranquilo, el brazo de escribir es el derecho».

Hoy, una placa nos recuerda aquel lugar: «Aquí estuvo el Café de la Montaña, lugar de tertulia del escritor Ramón del Valle-Inclán».

E. M.

IMÁGENES
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