Con la llegada a España, en 1700, del primer Borbón, Felipe V Anjou, vienen también costumbres de todo orden. Culinarias también. E inventos de las cocinas españolas, como el de cierto cocinero que,habiéndose roto unos cuantos huevos en un cacharro, ideó removerlos y echarlos a la sartén, ofreciendo el resultado a la reina: tortilla “a la francesa”. Tuvo éxito total.

 

Y pese a las finuras ultrapirenaicas, el pueblo llano sigue defendiendo a capa y espada sus tomates, su pimentón, su morcilla, que luego tanto asquito le va a dar a José Bonaparte; sus ajos, guindillas y sacratísimos garbanzos. Seguimos con muchos y excelentes cereales, a los que se ha añadido el maíz, y poco a poco la patata.

Felipe V come como una lima: de quince platos consta su comida, que remata con dulces variados y café. En las meriendas, que tampoco rehúsa (y luego cena) se acoge al chocolate, que en Madrid alcanza cimas parnasianas. España es, dice Néstor Luján, el país del chocolate. Se toma a todas horas, en fiestas, tertulias y reuniones. Hay quien avisa de su mal uso: “no lo tomes muy espeso / ni tampoco con exceso / porque puede costar caro".

A Carlos III le vuelve loco. Lo bebía continuamente. La Iglesia pacta con él, considerando que si está bastante aguado no rompe el ayuno; de todas formas el pueblo lo aguaba, porque era demasiado caro para tomarlo espeso. No como Moctezuma, que lo comía con cuchara (o lo que fuese) por su consistencia. Fue el bendito mil veces fray Juan de Zumárraga a quien se le ocurrió añadirle azúcar.  E inventó, en México, el chocolate a la española.

Si rico está el postre, merienda y tentempié, qué decir de otra joya madrileña: los garbanzos. Si ya Asdrúbal, dice Tito Livio, los hacía sembrar a los soldados para que ocuparan tiempos muertos. Que el garbanzo vino en el equipaje de los fenicios, y ha tomado aquí carta de naturaleza, en forma de cocido.

Cocidos en España hay muchos. Pero aquí nos importa el madrileño, ese que decía Pepe Blanco que repicaba en la Buhardilla, y que olía a verbena en Las Vistillas. Con sus tres vuelcos: sopa, garbanzos con verdura, y la carne, tocino, jamón, chorizo, gallina y cuanto a ese tenor queramos añadir. Comida primero de pobres, como el gazpacho, pronto ascendió a los palacios, que no hay remilgos aristocráticos ante plato tan suculento. Existe una cuenta de palacio de 1805 con un gasto extra para el cocido diario de la reina, que no pasaba sin su sopita de arroz.

En fondas y posadas es omnipresente y eterno, como un dios comestible. Y a mediados del XIX, Lhardy, en la Carrera de San Jerónimo, todavía existente, se hace gran maestre del cocido. Igual que en La Bola, en la calle de igual nombre, donde todavía, y por mucho tiempo lo quiera Dios, podéis ir a comeros sus ollitas, que así lo sirven.

Y los dietólogos que no se quejen, que es alimento completo, entre sus hidratos, su proteína, su verdura… Y su grasa, que todo hay que decirlo. Pero si no echáis mucho tocino a la olla, no pasa nada.

Qué va a pasar, si llevamos miles de años con ello. Desde los fenicios, como ya dijimos. Y lo que nos queda, mientras haya quien se resista al fast food y tenga madre o abuela con tiempo y sabiduría para cocer el puchero despacito.

Del garbanzo al chocolate, guardemos las esencias de nuestro Madrid.

M.ª Ángeles Fernández

Historiadora de Arte

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