Hagamos un viaje en el tiempo. Situémonos en el Prado, en nuestro Madrid siglo XXI, y con la magia de la que solo es capaz la imaginación, hagamos desaparecer el ruido de máquinas y vehículos y los sonidos de móviles y músicas enlatadas. Sustituyamos los humos insanos de los tubos de escape por alguna humareda de olor penetrante nacida de la leña quemada en algún fuego familiar, o por el aroma cambiante transportado por la brisa. Quitemos asfaltos y aceras... Transformemos la apariencia de los viandantes... Añadamos césped, fuentes y árboles, y recorrámoslo de la mano de Ramón Gómez de la Serna.

«El Prado son los Campos Elíseos de Castilla, planicie de aire profundo, de honda serenidad.
Siempre ha sido el camino del Prado el camino oriental. Por el Prado se va hacia Oriente, que es nuestra dirección ideal.

El Prado era el último camino cuando Madrid acababa en la Puerta de Guadalajara. Después del Prado se caía en los barrancos y en los aguazales.

(...) Había un monasterio de monjes jerónimos en el Prado.

Mezclándose a sus pocas construcciones había huertas y hierbas, que fue lo que naturalizó todo el suelo de la ciudad alguna vez, y cuyo recuerdo no hay que perder. Siempre por estos parajes estuvieron, efectivamente, los prados de la villa; el Prado de Toya o de Atocha, que se menciona en los fueros de Madrid del siglo XIII (se llama después Atocha por los atochares (atocha = esparto. Atochas = espartizal).

Había varias hileras de álamos todo a lo largo de él; álamos que realmente no han desaparecido, porque se nota aún en el paseo un aire de alameda, fresco camino de la meditación.

El Prado es la obsesión de Madrid.

(...) Las fuentes que le decoraban ya desde el principio, las fuentes “de mejor agua que hayan hasta agora visto” (...), eran cinco de singular artificio, cada una con una bacía de piedra berroqueña y varios caños, sobre todo una que recordaba la lluvia tupida de la tormenta.

(...) Las fiestas más espléndidas se dan en el Prado.

(...) Para la entrada de la reina doña Ana de Austria se hizo al final del Prado un estanque de 500 por 80 pies, en que bogaban ocho galeras, cada una con veinte soldados y cuatro piezas de artillería, un castillo con cuatro rebellines y un tablado sobre el que se elevaba un trono cubierto de brocado, desde donde doña Ana presenció la toma del castillo. (En ese sitio es adonde aún se forman unos grandes charcos que evocan a aquel gran estanque).

(...) En esta primera época se sentaban las mujeres en su verde. Así, el gran maestro de todos, Zabaleta, las ve sentadas “tomando la apariencia de flores”.

En este césped del Prado se dieron muchas meriendas, merendolas alegres, bebiendo en el aire el refresco verde de las lechugas de las huertas.

(...) El monasterio de los jerónimos lo domina como hospedería de reyes en los momentos de meditación y tristeza.

(...) Más iglesias había en el Prado. San Antonio del Prado, que estaba entre la plaza de las Cortes, y la iglesia de Jesús y el Santísimo Cristo del Prado.

(...) La entrada del Prado tenía a un lado el magnífico palacio que perteneció primero al marqués Ambrosio Spínola, a quien otorga el título Felipe IV en 1621, y después al duque de Sexto, quien lo vendió al Banco de España, que también necesitó para su solar destruir la iglesia de San Fermín que iba a continuación de ese palacio.

Numerosos palacios le daban carácter. El de Lerma era uno de los más importantes.

(...) El palacio de Medinaceli, que era otro de los grandes palacios del Prado, estaba pasada la Carrera de San Jerónimo, y continuaba su tapia hasta la calle de Trajineros.

El palacio del duque de Villahermosa, esquina a la Carrera de San Jerónimo, fue construido por Antonio López. (...) En él se conservan los retratos de todos los duques y unos soberbios tapices. (...). En él vivió el duque de Angulema en 1823.

(...) También ha sido el Prado (...) el sitio de las fiestas cívicas. (...) Entre otras, se debe recordar la que se celebró el día 24 de septiembre de 1822 conmemorando el triunfo del 7 de julio y para la que se entoldó todo el Prado y se dispusieron “1110 varas de mesa” para los 9000 convidados compuestos por los soldados que formaron la guarnición aquel invicto día que solemnizaban.

El Prado, desde sus primeros días de prado silvestre, se había ido modificando y arreglando, habían sido echados abajo varios edificios. (...) Se hace una mina subterránea para encauzar el arroyo que lo enloda y otras aguas que convergían en él, obra que según Jovellanos “era comparable a la gran cloaca en que Dionisio y Casidioro creyeron cifrada la magnificencia romana”.

(...) Desde mediados del siglo XIX hasta el final, su vida es intensa. Se convierte en salón oficial de todos.

(...) Pregunta un cronista de la época: “¿Dónde irán los elegantes que puedan lucir sus atractivos a la clara luz del gas como en el Prado de Madrid?”.

(...) Las niñas jugaban al mambrú o a la limón. Frente a la fuente de Apolo se colocaban dos arpas que tocaban redovas y polkas.

Hasta hubo un ferrocarril para los niños, además de un cochecillo tirado por dos cabritas...

(...) Si fuésemos invisibles por este paseo —se piensa—, lo veríamos mejor. Es el paseo por el que andar invisibles.

(...) El paseo del Prado hace capital a España. Cuando queremos pensar más racionalmente que estamos en Madrid, nos vamos al Prado. Es el fondo en que hacer que se proyecte todo. Es por donde más se disimula uno.

(...) Es donde más a solas estamos con nuestra sombra, donde nuestra sombra se ve mejor.

(...) Es el sitio por donde más ancho cielo se ve. Es donde se ve un mar celeste mayor, y los días grises, un cielo gris que reconforta a nuestra materia gris.

(...) Por el Prado se pasean los que se dedican a vivir del recuerdo de lo felices que han sido».

(Fragmento extraído de El Paseo del Prado, de Ramón Gómez de la Serna).


E. M.

Imágenes:
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